Café a media tarde

CAPÍTULO X TEO

En el último mes de mis siete años, había ido al hospital de la capital más veces de las que había ido a la heladería de la ciudad en la que vivía. Y no era que yo no fuese un niño sano, que tuviese problemas alimenticios o que era muy torpe para el fútbol. La verdad era mucho más dolorosa que eso.

“¿Te gusta el dibujo que te hice?” Le pregunté una tarde cuando estábamos acostados en su cama indicándole el cuaderno en el que estaba una paloma, o lo que yo creía que era una paloma.

No llegó respuesta. Al regresar a verla la vi dormida, tenía los labios rotos y su piel estaba pálida, pero seguía siendo la mujer más bella que había visto. Recuerdo que me bajé de la cama, la tapé más con la manta, me incliné para susúrrale al oído: “Te quiero, ponte mejor” antes de darle un beso en la sien, pero su piel estaba demasiado fría, más de lo habitual.

Fue en ese momento en el que entraron doctores por la puerta, todos muy apurados y mi padre atrás de ellos, todo ocurrió muy rápido, demasiado rápido.

Los doctores gritaban órdenes y no daban respuestas a las preguntas que hacía ¿por qué estaba tan fría?, ¿por qué le tomaban las muñecas?, ¿por qué no despertaba con todo el alboroto?, ¿qué le estaban haciendo? Papá me tomó por la cintura alejándome de ahí mientras yo pataleaba y chillaba. Desde ese día no volví a ver mi cuaderno de dibujos.

¿Cómo le explicas a un niño que unos ojos miel jamás lo volverán a ver con amor? ¿Cómo le dices que ya no habrá besos en la frente antes de dormir ni historias contadas con chocolate caliente en la cafetería? Nunca volvería a escuchar su voz asegurándome que no había monstruos bajo la cama. Nunca la escucharía pronunciar mi nombre completo cada que hacía una travesura. Nunca podría decirle lo importante que su amor me hacía sentir.   

Era muy peculiar en realidad, todo lo era, los colores y los sonidos que rodeaban mi día a día. Por lo general la gente de ciudades como la mía dice que en ese tipo de lugares nada cambia, que la gente es la misma, y que todos tienen sus rutinas, que cada uno sabe qué hace y cuando lo hace; pero para mí siempre había sido una aventura, no importaba cuantas veces recorriese las mismas calles, nunca nada era lo mismo. Cada día descubría algo nuevo.

Así fue como descubrí a Aricia, pero yo ya sabía quién era, con esos ojos fue fácil reconocerla.

Era en verdad muy peculiar como ocurrían ciertas cosas; yo siempre ayudaba a la esposa del señor Ballesteros, su apellido era demasiado complicado así que simplemente le decía Erika, su cabello negro se había vuelto de un tono gris casi blanco y tenía aquellos ojos grises tan poco característicos de la gente de la región que la hacían destacar en cualquier momento.

Mi primer acercamiento con la agradable señora había sido por medio de mi padre, quién había conocido a la familia toda su vida, porque era mejor amigo del hijo menor de la misma, del único hijo que había heredado los ojos de su madre, su compañero de aventuras y travesuras, su acompañante en todas las anécdotas que me contaba y en los regaños que luego sus madres les daban.

Pero el primer verdadero acercamiento, fue la noche en la que mi madre tuvo la crisis que luego le quitó la vida. Había salido a la acera y la mujer se había acercado a mí, y me ofreció un pastel de zanahoria de la cafetería de la calle de Luz.

En esa noche fue en el momento de mi vida en el que menos comprendí a los adultos, ¿por qué no simplemente podían decir lo que pedía? Pero ahora entiendo porque no lo hacen, porque nos ocultan cosas, porque creen que así nos van a proteger; pero en verdad, no lo hacen, porque en algún momento de nuestras vidas vamos a tener que enfrentar ese tipo de cosas de las que nos protegen con tanto afán. Cuando fui creciendo me di cuenta de que talvez no nos protegían a nosotros, aunque pensaban que lo hacían por nosotros en realidad no se daban cuenta que lo hacían por ellos mismos, por egoístas, por mantenernos a todos en esa burbuja de inocencia durante el mayor tiempo posible, para que sigamos siendo esos niñitos inocentes que pueden proteger. Yo hubiera deseado que mi padre no me hubiese dicho que todo iba bien, para así estar listo para el inevitable y terrible dolor.

Para mi suerte, la matriarca de la familia Ballesteros no estaba dispuesta a ocultarme nada para protegerme. Su mirada había sido franca y su voz serena, sin sonar como que me estuviese contando un cuento o como si me intentase asustar. Desde entonces me prometí que le ayudaría en todo lo que pudiese.

Para cuando cumplí los diecisiete me había vuelto tan familiarizado con sus ojos grises que en seguida reconocí la misma mirada al día siguiente de su funeral.




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