Café a media tarde

CAPÍTULO XI JOSEPH

Hace algunos años en una ciudad muy pequeña; tan pequeña que podría ser considerada un pueblo, una ciudad en la que todos se conocían, en la que había pocos cambios; se encontraban dos niños sentados en el interior de un viejo molino de viento: uno tenía una brújula en su mano y el otro un telescopio y un cuaderno.

“Piénsalo Diego, sería divertido vivir en un lugar parecido por todo el mundo.”

El niño castaño regresó a ver a su amigo con un poco de inseguridad.

“Supongo, siempre que podamos ir al café de Luz.”

Su amigo rodó los ojos, pero asintió antes de pararse y empezar a recorrer el lugar.

“Algún día voy a recorrer el mundo, algún día lo vamos a hacer Diego.”

“Sí, entonces volveremos y contaremos nuestras aventuras a nuestros padres y tus hermanos.”

El niño arrugó la nariz y sacudió la cabeza.

“No creo que regresé aquí si me voy.”

“¿Por qué?” le había preguntado el otro desde su posición en el piso.

“Porque cuando parta será porque nada me ata, entonces ya no tendré un motivo para regresar.”

Su amigo hizo una mueca de resignación y se encogió de hombros restándole importancia al asunto.

“¿Y cuándo partimos?”

El niño que seguía viendo fascinado las paredes del molino sonrió antes de responder.

“Cuando el lugar ya no tenga nada más que enseñarnos, cuando ya no nos quede nada por descubrir.”

El chico se paró y sacudió su pantalón antes de acercarse a su amigo y pasarle un brazo por los hombros.

“Cuando salgamos del colegio.”

Su amigo de ojos grises asintió.

El niño de cabello castaño y ojos del color de la miel extendió su cuaderno a su amigo y esté saco una cinta de su bolsillo antes de arrancar la hoja y pegarla con las otras, en ella se veía el dibujo de un adorno de cuero y abajo tenía una frase que decía: “Todo tiene su historia, incluso lo que le pertenece a un nómada.”

Más de veinte años después el niño de ojos grises que se había hecho adulto veía la misma hoja pegada en la pared de aquel viejo molino preguntándose como fue capaz de olvidar todo aquello que habían escrito en esas paredes.

Miró su reloj, eran las 20:30, y quien le había ayudado a hacer aquello aún no llegaba.

      ― ¿Y? ¿Cómo te fue en tu aventura?

El hombre regresó a ver a la fuente del sonido, la silueta de un hombre apoyada a la entrada del molino.

      ― No muy bien.

La silueta se acercó y se paró a lado de él viendo la pared cubierta de hojas de su antiguo cuaderno de anotaciones.

      ― ¿Por qué es eso? A ti siempre te iba bien en todo.

Él dejó de ver a su amigo castaño y volvió su vista a la pared.

      ― Estoy de vuelta ¿no?

Su amigo lo regresó a ver.

      ― ¿Por qué me citaste aquí ahora? Teo me contó que habías vuelto hace mucho tiempo.

Él pasó saliva. No era como si lo hubiese olvidado, pero no podía aguantar la idea de que su mejor amigo, su hermano postizo, lo viese de la misma manera que lo veía su hija, como si no lo reconociese.

      ― Tenía miedo de que no me reconocieses.

El hombre de ojos grises sentía la mirada miel de su amigo sobre él en todo momento hasta que regresó a verlo.

      ― No importa cuánto cambies Fabián, todos lo hacemos, tu esencia estará contigo a donde vayas.

Él sacudió la cabeza y observo el interior del molino.

       ― Mi hija habla más con tu hijo que conmigo.

El hombre castaño lanzó una risa larga y profunda.

      ― Por lo que sé, es mi hijo quien no para de hablar cuando está alrededor de ella.

      ― Es muy parecido a ti, tanto que solo bastó con que le viera la cabeza desde el balcón para saber que era tu hijo el que acompañaba a Débora. Pero no tiene tu mirada.




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