Siempre me ha gustado pensar de mí mismo como alguien inteligente, perspicaz y astuto; por eso soy bueno en el ajedrez. Pero jamás había sido particularmente bueno en el desorden ni las decisiones de impulso o apresuradas, me tomaba el tiempo con el que me sintiese cómodo y lo hacía a mi manera; puede que por eso no fuese bueno con el fútbol.
― ¿Qué haces aquí Amaro?
“¿Qué hacía ahí?” esa era una excelente pregunta, ¿de verdad me interesaba tanto la opinión de unos desconocidos? La respuesta era simple: Sí. Precisamente porque eran unos desconocidos, no tenían derecho a juzgarme, no sabían mi historia o mis sueños.
Volteé a ver a Teo atrás mío, con una pelota en su mano.
― Me debes un favor – le recordé.
Él me observó, de seguro notando por primera vez mi vestimenta, era una camiseta de la selección francesa y una pantaloneta ligera.
― ¿Quieres que te enseñe a jugar fútbol? – me preguntó con incredulidad.
Alcé la cabeza y tomando aire asentí muy solemne.
Él soltó una carcajada y se agachó a mi nivel.
― Solo me lo hubieras pedido, no es necesaria tanta ceremonia, es más, te puedes quedar con mi deuda.
Yo achiné los ojos e hice una mueca.
― No porque no sea tan terco como mi hermana significa que me guste tener deudas.
Él lanzó un suspiro y asintió.
Ahora, muchos pensarán que estaba desperdiciando un favor, pero no era así. Lo medité mucho antes de ir a la cancha, y es que era consciente de que un favor es algo muy importante como para dejarlo ir tan rápido, ya que nunca sabes cuando vas a necesitar de alguien; y un favor o deuda, como quieran llamarle, es lo único que te puede asegurar que vas a tener un aliado en una situación en la que lo necesites, es una deuda moral al final de cuentas.
― ¿Por qué quieres que te enseñé a jugar fútbol? – me preguntó.
Yo me cruce de brazos de forma melindrosa.
― No tienes por qué saberlo.
― Pero quiero saberlo – me dijo terco.
Estaba pasando demasiado tiempo con mi hermana.
No quería contárselo porque era vergonzoso que me importase tanto los comentarios de unos extraños, de niños que apenas y conocía, pero mi orgullo pesaba más, aunque fuese una verdadera contradicción cuando lo analicé después, mi orgullo debería haberme impedido intentar demostrarles algo, porque no necesitaba hacerlo, pero era muy complicado y supongo que no lo analicé lo suficiente.
― Vamos a decir que le ha agarrado curiosidad al tema.
― Y yo voy a fingir que te creo.
Yo solté un sonido exasperado.
― Es para darle una lección a alguien – aseguré, lo cual no era una completa mentira.
Él me vio sin entenderme, no le hacía notar lo gracioso que se veía porque me agradaba un poco.
― ¿Por qué te ayudaría con eso?
― Porque al parecer te gusta hacerlo – dije dejándole en claro que me refería a mi hermana.
Sé que es muy cruel y hasta un poco retorcido porque Teo era demasiado amable y noble, pero por eso sabía que iba a funcionar. Enseguida su sonrisa de lado se volvió un poco forzada y estrechó su mano en mi dirección.
― Ponte a dar diez vueltas a la cancha.
Lo vi abriendo los ojos, quería que me enseñe a patear una pelota, correr ya sabía hacerlo.
― Necesitas calentar enano, no quiero que te pase nada malo, tu hermana me odiaría más de lo que ya lo hace.
Aquello no fue sorprendente en absoluto, y tampoco intenté contradecirlo, tal vez odio no fuese el sentimiento correcto, pero estaba muy cerca.
Aricia estaba intentando poner la mayor distancia entre ella y Teo, y pondría una distancia aún mayor apenas iniciasen las clases, aprovechando que él era un año mayor a ella, eso sí por alguna extraña razón lo que yo pronosticaba no ocurría.
Teo no se daba cuenta de ello, pero Aricia lo solía ver cuando él alejaba los ojos de su rostro con una sonrisa ladeada en el rostro, se reía más abiertamente de los chistes que el chico hacía, incluso si llegaban a ser muy simples o agrios, y había una chispa en sus ojos, que se la podía ocultar a cualquiera, menos a mí.
Lo único que yo esperaba era que se apurasen, porque ya no aguantaba las miradas “discretas” que se lanzaban el uno al otro. Era desagradable.
― Pero cuando se entere que me estás ayudando, sumarás puntos ― comenté con desinterés antes de salir corriendo.
Nunca había jugado al fútbol en Francia, papá había intentado enseñarme, pero yo no le veía demasiado sentido en pegar una pelota con el pie; así que, en vez de enseñarme a jugar fútbol, me enseñó a jugar ajedrez.
Parecía una broma de mal gusto, que en el preciso instante en que yo quería aprender él ya no estuviese dispuesto, para nada, ni siquiera para ser mi padre.