Fue un día antes de que empezaran las clases que Teo rompió esa rutina de ir a verla después de almuerzo.
El timbre se escuchó por la casa de tres pisos y de ella salió un adormilado Amaro con su pijama aún puesto.
― Si vienes a que mamá te dé las respuestas de los exámenes, será mejor que te vayas.
Teo lo vio raro antes de despeinarle los churos y pasar.
― Buenos días familia Ballesteros.
Empezó a seguir a Amaro hasta el comedor dónde se encontró a Joseph con un café en la mano murmurando un “Buenos días Teo”, ¿desde cuándo los Ballesteros tomaban café?, y a Edelyne revisando varios papeles con rapidez, su desayuno estaba intacto.
― Emm, disculpe ¿no debería desayunar? ― le preguntó con una sonrisa preocupada.
Ella alzó la vista y al encontrarse con sus ojos pegó un salto y lo llevó hacia las gradas.
― Por favor, saca a Débora de su cuarto, no tengo idea que está haciendo allá arriba, pero necesito saber que sigue viva.
Él asintió, pero antes de subir la tomó de los brazos y, viéndola fijamente, le dijo lo que había esperado decirle desde que se enteró que consiguió empleo como profesora en el colegio de la ciudad.
― Son solo niños, y usted lo va a hacer genial, ninguno puede ser peor que Amaro.
Se escuchó el quejido del niño desde el interior del comedor.
Ella suspiró agradecida y le sonrió.
Teo subió por las escaleras hasta la puerta del cuarto de Débora.
― Aricia ― dijo tocando la puerta ― tengo algo para ti.
No respondía nada, volvió a tocar, pero la joven no respondía.
― Voy a entrar ― advirtió moviendo el picaporte.
Sorprendentemente, la puerta se abrió.
Al entrar al cuarto se encontró con la pelinegra viendo fijamente la pared de la puerta.
Él pasó y observó la misma pared, su mandíbula cayó involuntariamente.
Frente a él se encontraba el dibujo más impresionante del árbol de la vida que jamás hubiese visto, era grande y agradable, transmitiéndole paz en el preciso instante en que posaba sus ojos en los trazos.
― Cuando Amaro dijo que eras buena se quedó corto.
La chica lo regresó a ver con un pequeño salto, como notando por primera vez su presencia.
― ¿Qué haces aquí?
Él le ofreció una sonrisa, a lo que ella respondió con un movimiento de su nariz.
― Te voy a sacar de estas cuatro paredes.
Débora rodó los ojos, pero sonrió enigmática.
― ¿Qué? ¿Tan desesperado estás que no puedes esperar hasta media tarde?
Él solo asintió sonriente.
― ¿A dónde me vas a llevar Teodoro? ― preguntó algo cansada.
― Es sorpresa.
Ella lanzó un bufido.
Se suponía que ya no tenía nada más que enseñarle de ese lugar, pero prefería salir a quedarse viendo a su madre pasear por toda la casa intentando descifrar como presentarse ante sus nuevos alumnos y ver a su padre escaneando incesantemente casos de gente que en verdad no había manera de salvar.
― Déjame me cambio.
― No, así está bien.
Ella lo miró raro, llevaba un calentador gris y una camiseta blanca manchada con pintura por todas partes.
Él sonrió, como siempre, y salió de la habitación.
Ella lo siguió y en el pasillo se encontraron a Amaro ya cambiado y con una sonrisa adornando su rostro, el niño veía a Teo con sus grandes ojos suplicantes, pidiéndole que lo llevara a él también.
― Vamos enano, también te vamos a necesitar ahí.
El rubio najó rápidamente las gradas.
― ¡Aricia! ¡Teo! ¡Bajen rápido!
Los dos no pudieron evitar reírse y regresarse a ver a la vez.
― Mi hermano te ama.
Él chico rio un poco más antes de responder.
― Ama que nunca le pueda decir que no.
Empezaron a bajar las escaleras.
― Ama que seas fácil de manipular ― aseguró ella burlona.
Con el paso del tiempo Teo se había vuelto en una parte de su día a día y su siempre presente sonrisa se había vuelto un poco más soportable, hasta se podría decir que le estaba empezando a agradar.
Como única respuesta Teo sacudió la cabeza sin dejar de llevar su sonrisa.
― Bueno, has logrado sacarla de su cueva ― dijo Joseph con una taza de café en la mano, su mirada con un brillo inesperado.
Débora solo rodó los ojos antes de murmurar un “hola” y se acercó a su hermano, quien la esperaba en la puerta.