Café a media tarde

CAPÍTULO XVII

El sol estaba cerca de ponerse y música surgía de la puerta abierta de la casa de Débora y Amaro inundando todo el lugar hasta llegar a la acera.

Los dos se regresaron a ver.

     ― ¿Música? ― preguntó la chica retóricamente.

     ― ¿Qué tiene de raro? ― preguntó Teo a su lado ― Ustedes mismos han dicho que no faltaba la música en su hogar.

      ― Si Teo, pero también lo hemos dicho en pasado ― respondió Amaro con cansancio.

La puerta se abrió y de ahí salieron Edelyne y Joseph. Débora notó algo diferente en el hombre que acompañaba a su madre, este hombre si parecía su padre, tenía los labios al borde de una sonrisa y sus ojos se mantenían vivaces y atentos.

Amaro sacudió el brazo de su hermana hasta que ella se inclinó para poder escuchar su susurro.

      ― Aricia, el espía se fue.

      ― Eso parece ― le respondió ella viendo fijamente los ojos grises de su padre.

El hombre se acercó al grupo.

      ― ¿Quieren pasar? Edelyne ha preparado pastel de chocolate y té verde ― ofreció al grupo.

      ― Si lo ha preparado tu esposa, por supuesto ― le sonrió su hermano caminando en dirección a la casa con Samantha a su lado y sus sobrinos atrás de él.

Amaro lo abrazó por la cintura y corrió a abrazar a su madre, seguramente para sacarle un pedazo extra de pastel.

      ― Me encantaría aceptar la propuesta, pero tengo que ir a la cafetería, he pedido permiso para lo de la mañana, así que, me toca el turno de la tarde.

El hombre le sonrió.

      ― Que suerte, porque Débora y yo vamos para allá.

Débora suspiró con resignación, había estado segura de que aquel día se iba a poder librar del olor a café de ese lugar.

Teo sonrió y caminaron juntos en silencio.

El castaño abrió la puerta para padre e hija y se despidió con un saludo para después desaparecer tras la barra.

Débora caminó a la mesa que siempre ocupaba con Teodoro y se sentó en su asiento habitual.

Un silencio tenso se acomodó entre ellos después de que Joseph se sentase frente a ella. Para su suerte, llegó alguien a pedir su orden, era Teo.

      ― ¿Qué les puedo ofrecer? ― preguntó sonriente.

      ― El té verde para mí.

      ― Lamento decirle que no es tan bueno como el de su madre.

El hombre le sonrió al chico.

      ― Puede ser, pero siempre es mejor que el café.

Teo le sonrió dejando ver sus dientes y se volteó hacia Débora.  

      ― ¿Y para la señorita?

      ― Un pastel de zanahoria.

      ― Una excelente elección ― le aseguró sonriente.

Ella le dio una sonrisa colgante antes de que el muchacho se marchase a la cocina.

      ― Van a hacer una linda pareja ― dijo su padre llamando su atención.

      ― ¿Desde cuando haces de celestino de tu hija? ― habló con un tono de voz neutro.

      ― Desde que el chico me agrada.

Débora bufó.

      ― Solo porque te tiene como una especie de ídolo.

Joseph empezó a reír relajadamente y pronto se le sumó su hija.

      ― ¿A dónde fuiste papá? ― preguntó una vez que se calmó.

      ― A encontrarme una vez más ― dijo tornándose serio.

Ella asintió.

      ― ¿Por qué te fuiste de aquí? ¿Por qué lo borraste?

      ― Tuve una discusión terrible con tu abuelo cuando me gradué del colegio. Él quería que tuviese una profesión seria, a ninguno de mis hermanos les había sugerido algo así, pero conmigo siempre lo había hecho ― se encogió de hombros ―. Supongo que tenía miedo de que acabase siendo una especie de vagabundo que va de lugar en lugar, un anónimo o un caminante que se entretuvo tanto en el camino, que perdió la pista de a dónde iba y de donde provenía. Mamá, por otra parte, si entendió que yo quería aprender y que no esperaba vivir por mera casualidad, ella entendió que lo único que quería era libertad de ser quien desease y no caer en la simpleza tan atractiva de nuestra sociedad. Así que, cuando papá me pidió mis llaves de la casa y me aseguró que si salía por esa puerta me olvidase que tenía a dónde regresar cuando mi “pequeña aventura” fracasase ya que él no me abriría las puertas de su hogar, hice algo que no muy frecuentemente hacía, hacerle caso. Pero cuando puse mi pie en la acera, mamá apareció y me entregó sus llaves, la casa estaba a su nombre y por eso me dijo que ella era la única que tenía el poder de decidir a quien le cerraba las puertas de su hogar.

Sentía un nudo formándose en su garganta, jamás se podría perdonar que su madre hubiese tenido que pagar por su rencor.

      ― ¿Por qué no intentaste explicárselo?

      ― Porque no pensaba con claridad, veía rojo, me ofendía que mi padre tuviese tan poca fe en su hijo. Luego, mi orgullo no me dejaba regresar ni hablar de él. Y finalmente conocí a tu madre y me dije que no importaba el pasado, importaba el presente y el futuro que podía fracasar, era ridículo vivir atormentado por alguien que me conocía tan poco a pesar de haber convivido conmigo desde el primer momento.




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