Clara tenía una rutina tan meticulosamente establecida que podría haber sido diseñada por un reloj suizo con TOC. Cada mañana, a las 8:15 en punto, entraba al Café Magnolia, pedía lo mismo —café con leche, tostada con tomate y un vaso de agua sin gas— y se sentaba en la misma mesa, junto a la ventana, donde el sol le daba justo en el lado izquierdo de la cara. No más, no menos.
Era su momento zen. Su ritual sagrado. Su espacio libre de drama, hombres con instrumentos musicales y cualquier conversación que incluyera la palabra “chakra”.
Clara era ilustradora de libros infantiles, lo cual le daba una excusa perfecta para hablar con animales de peluche y evitar adultos. Su última relación había terminado cuando su exnovio, un saxofonista con complejo de Miles Davis, decidió irse de gira a Uzbekistán con una banda que ni siquiera tenía página web. Desde entonces, Clara había hecho un voto solemne: nunca más músicos. Ni guitarristas, ni bateristas, ni siquiera tipos que tararearan en la ducha.
Pero ese martes, su tostada llegó con una servilleta que no tenía manchas de aceite, sino algo mucho más perturbador: una frase escrita a mano.
> “¿Crees en las segundas oportunidades?”
Clara frunció el ceño. Miró a la camarera, que le guiñó un ojo como si supiera algo que ella no. Luego miró alrededor del café, buscando al culpable. Y ahí estaba.
Sentado en la barra, con una taza de espresso en la mano y una sonrisa que parecía sacada de una comedia romántica de los 2000, estaba él. Pelo revuelto, barba de tres días, camisa azul con las mangas arremangadas y unos ojos que decían “voy a complicarte la vida, pero te vas a reír mientras lo hago”.
—¿Tú no eras el pianista que se cayó del escenario en la boda de Marta? —preguntó Clara, sin saludar, sin sonreír, sin siquiera fingir cortesía.
—Culpable —respondió él, levantando la mano como si estuviera en un juicio. —Pero fue por una noble causa: salvar una copa de vino.
—¿Y lo lograste?
—No. Pero el vestido de la novia nunca volvió a ser el mismo, así que técnicamente dejé mi huella.
Clara se cruzó de brazos. Julián —porque claro que se llamaba Julián, como todos los hombres que te hacen reír y luego te dejan emocionalmente deshidratada— se acercó con su taza y se sentó frente a ella sin pedir permiso. Como si el universo le hubiera asignado esa silla.
—¿Sabes? Me dijeron que aquí sirven el mejor café con leche de Madrid. Pero creo que lo que realmente hace especial este lugar es la clientela.
—¿Eso te funciona con otras mujeres o solo con las que tienen tostada en la boca?
—Solo con las que tienen ojos bonitos y una expresión de “no me hables antes de las nueve”.
Clara se tragó la risa. No porque no fuera gracioso, sino porque no quería darle el gusto. Pero algo en él —quizás la forma en que se inclinaba hacia ella, como si estuviera realmente interesado, o tal vez el hecho de que no llevaba ningún instrumento visible— la hizo bajar la guardia.
Lo que siguió fue una conversación absurda sobre pingüinos, jazz, y por qué los calcetines siempre desaparecen en la lavadora. Julián tenía una teoría: los calcetines se fugaban con los auriculares perdidos para formar una banda clandestina en algún rincón del universo.
Clara se rió más de lo que había planeado. Y esa noche, rompió su regla de oro.
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La noche fue una mezcla de vino tinto, música suave y una conversación que se volvió cada vez más íntima. Julián cocinó pasta —sin ketchup, lo cual ya era un punto a favor— y Clara descubrió que, además de pianista, era profesor de música en una escuela pública. No era famoso, no tenía ego de estrella, y su apartamento tenía más libros que discos.
—¿Y tú? —preguntó él, mientras ella dibujaba un pingüino en una servilleta— ¿Siempre ilustras animales con problemas existenciales?
—Solo los lunes. Los martes dibujo osos que hacen yoga.
—¿Y los miércoles?
—Evito a los músicos.
Julián se rió. Clara también. Y luego, sin pensarlo demasiado, se besaron. Fue un beso torpe, con sabor a vino y promesas que nadie había hecho. Pero fue suficiente para que Clara olvidara por un momento su lista de reglas.
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Dos semanas después, Clara estaba en el baño, mirando un palito que parecía burlarse de ella. Positivo.
—Esto tiene que ser una broma —murmuró, mientras su gato, Kafka, la miraba con juicio felino.
Llamó a su mejor amiga, Lucía, que respondió con su habitual diplomacia:
—¿Estás embarazada de un pianista? ¡Esto es como una novela de Isabel Allende escrita por Woody Allen!
Clara no sabía si reír o llorar. Así que hizo ambas cosas. Luego se comió una tostada con tomate y decidió que, si iba a enfrentar el caos, lo haría con dignidad y algo de carbohidratos.
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