Clara había leído que los test de embarazo no eran 100% fiables si se hacían antes de tiempo. Pero cuando el segundo test también marcó positivo, y el tercero le guiñó el ojo metafóricamente con una línea rosa más intensa que su lápiz labial, supo que no era un error. Era una ironía cósmica.
Kafka, su gato, la observaba desde el lavabo con la misma expresión que usaba cuando ella intentaba hacer yoga: mezcla de desaprobación y lástima.
—No me mires así —le dijo Clara, sentada en el suelo del baño con las piernas cruzadas y tres pruebas de embarazo alineadas como si fueran parte de una exposición de arte moderno.
Kafka parpadeó lentamente. Clara interpretó eso como “te lo dije”.
No sabía si llorar, reír o llamar a su madre. Optó por la opción más sensata: llamar a Lucía.
—¿Estás sentada? —preguntó Clara, sin saludar.
—Estoy en cuclillas frente a la nevera buscando yogur. ¿Cuenta?
—Estoy embarazada.
Silencio. Luego, un grito.
—¡¿QUÉ?! ¿Del pianista?
—Sí.
—¿El que se cayó del escenario? ¿El que te hizo reír con lo de los pingüinos?
—Ese mismo.
Lucía soltó una carcajada que duró más de lo socialmente aceptable.
—Esto es como una novela de Isabel Allende escrita por Woody Allen. ¿Estás bien?
—No lo sé. Estoy en shock. Y Kafka me juzga.
—Bueno, Kafka juzga a todo el mundo. Es su personalidad. ¿Vas a decírselo?
Clara miró los test. Luego miró su reflejo en el espejo. Parecía una versión más pálida de sí misma, con el pelo revuelto y los ojos como platos.
—Tengo que hacerlo. Pero no sé cómo.
Lucía suspiró.
—Hazlo como tú haces todo: con sarcasmo, una taza de café y una servilleta con dibujos.
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Clara decidió que no podía decírselo por mensaje. Ni por llamada. Ni por paloma mensajera. Tenía que ser en persona. Así que lo citó en el Café Magnolia, el lugar donde todo había comenzado.
Julián llegó cinco minutos tarde, con una flor robada de algún jardín y una sonrisa que parecía sacada de una película francesa.
—¿Me extrañaste? —preguntó, dejando la flor sobre la mesa.
—No lo suficiente como para justificar lo que voy a decirte.
Julián frunció el ceño. Se sentó. Tomó su café. Esperó.
Clara sacó una servilleta. En ella había dibujado un pingüino con cara de susto y un test de embarazo en la mano.
—¿Esto es una metáfora? —preguntó él, confundido.
—No. Es literal.
Silencio. Luego, una risa nerviosa.
—¿Estás diciendo que…?
—Sí. Estoy embarazada. Y no, no es del pingüino.
Julián se quedó quieto. Como si alguien hubiera pausado su cerebro. Luego se pasó la mano por el pelo, se bebió el café de un trago y dijo:
—¿Estás segura?
—He hecho tres pruebas. Y Kafka me juzga. Así que sí, estoy segura.
Julián se levantó. Caminó dos pasos. Se volvió. La miró.
—¿Puedo abrazarte?
Clara asintió, sin saber si quería golpearlo o llorar en su hombro. Julián la abrazó con fuerza. No dijo nada durante un minuto. Luego murmuró:
—Voy a aprender a cocinar algo que no sea pasta. Lo prometo.
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Esa noche, Clara se acostó en su cama con una mezcla de emociones que no cabían en ningún manual de psicología. Estaba asustada, confundida, pero también… curiosamente tranquila.
Julián había reaccionado mejor de lo que esperaba. No huyó. No hizo chistes inapropiados. No se desmayó. Incluso preguntó si podía acompañarla al médico.
Kafka se subió a su pecho y la miró con sus ojos de sabio milenario.
—¿Crees que estoy haciendo lo correcto? —le preguntó Clara.
Kafka se acomodó y ronroneó. Clara interpretó eso como “haz lo que te haga feliz”.
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En los días siguientes, Julián se convirtió en una mezcla entre novio improvisado y aprendiz de padre. Compró libros sobre embarazo, empezó a tocar canciones infantiles en el piano, y hasta intentó armar una cuna que terminó pareciendo una trampa para osos.
Clara lo observaba con una mezcla de ternura y terror. ¿Podía confiar en él? ¿Podía confiar en ella misma?
Lucía, siempre pragmática, le dijo:
—No tienes que tener todas las respuestas ahora. Solo asegúrate de que el tipo no le enseñe jazz al bebé antes de que aprenda a caminar.
Clara rió. Y por primera vez en semanas, sintió que todo podía salir bien.
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Una tarde, mientras dibujaba un oso haciendo yoga para su nuevo libro, Julián llegó con una caja de donuts y una pregunta:
—¿Quieres vivir conmigo?
Clara lo miró como si acabara de proponerle matrimonio en medio de una clase de zumba.
—¿Estás loco?
—Probablemente. Pero también estoy enamorado. Y quiero estar contigo. Con ustedes.
Clara se quedó en silencio. Luego tomó un donut, lo mordió, y dijo:
—Solo si Kafka aprueba.
Kafka, desde el sofá, estornudó. Julián lo interpretó como un sí.
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