Mudarse con alguien es como hacer una audición para una obra de teatro sin saber el guion. Clara lo sabía. Lo había leído en algún blog de psicología que visitaba cuando no podía dormir. Pero nada la preparó para compartir espacio con Julián, un hombre que consideraba que los calcetines eran “entidades libres” y que el piano podía estar en cualquier habitación… incluida la ducha.
La mudanza comenzó un sábado a las ocho de la mañana, cuando Julián apareció con una furgoneta alquilada, una planta moribunda y una caja etiquetada como “cosas que no sé dónde van pero me dan paz”.
—¿Estás segura de esto? —preguntó Clara, mientras Kafka se escondía detrás de una cortina, horrorizado por el ruido.
—No. Pero tampoco estaba segura de comer sushi en la primera cita, y mira cómo terminó eso —respondió Julián, señalando su barriga con una sonrisa.
Clara suspiró. El embarazo le había dado una nueva perspectiva sobre el caos. Ya no se trataba de controlar todo, sino de sobrevivir con estilo. Y si eso incluía convivir con un hombre que usaba sombreros en interiores y hablaba con su cafetera, pues que así fuera.
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La primera semana fue una mezcla de antojos, peleas por el espacio en el armario y descubrimientos inesperados.
Clara descubrió que Julián hablaba dormido. Frases como “el acorde de Fa menor está subestimado” y “no le digas a Chopin que lo olvidé” eran comunes a las tres de la mañana.
Julián descubrió que Clara tenía una colección secreta de cucharas decorativas que guardaba en una caja con la etiqueta “no juzgar”.
Kafka descubrió que Julián no sabía cerrar bien la puerta del baño, lo cual le permitió observarlo con juicio felino mientras se lavaba los dientes cantando “La Vie en Rose”.
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Una noche, Clara tuvo un antojo urgente de aceitunas rellenas de queso azul. Julián, sin pensarlo dos veces, salió en pijama y sandalias a buscar una tienda abierta.
Regresó cuarenta minutos después, con una bolsa de aceitunas, una caja de queso azul, y una historia sobre cómo casi se une a una secta vegana por error.
—¿Cómo te metiste en una secta vegana buscando queso azul? —preguntó Clara, entre risas.
—Tenían luces cálidas, ofrecían té de hibisco, y me dijeron que el queso era una construcción social. Me pareció convincente.
Clara lo abrazó. No por el queso, sino por el gesto. Por salir en pijama. Por no quejarse. Por hacerla sentir que, aunque todo era nuevo y aterrador, no estaba sola.
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El embarazo avanzaba. Clara empezó a notar cambios: sus pies se hinchaban, su humor fluctuaba como la bolsa de valores, y su relación con Kafka se volvió más intensa. El gato parecía entender que algo se gestaba, y pasaba horas acurrucado junto a su barriga, como si escuchara secretos.
Julián, por su parte, se volvió obsesivo con los libros de paternidad. Subrayaba frases, hacía listas, y hasta intentó construir un móvil de cuna con partituras recicladas.
—¿Crees que el bebé preferirá Mozart o Ella Fitzgerald? —preguntó una noche, mientras colgaba notas musicales de cartón sobre la cuna.
—Creo que preferirá dormir. Y que no le pongas jazz a las tres de la mañana.
—¿Y si es un genio musical?
—Entonces que aprenda a afinar el piano antes de los cinco años.
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Una tarde, Clara recibió una llamada de su editor. Querían que ilustrara un nuevo libro: “El hipopótamo que no sabía decir ‘hipopótamo’”. Clara aceptó, aunque sabía que su energía estaba al 60% y su concentración al 40%.
Julián, al enterarse, organizó una “fiesta de ilustración” en casa. Puso música instrumental, preparó bocadillos, y le trajo una libreta nueva con la dedicatoria: “Para ti y para el hipopótamo que vive en tu barriga”.
Clara lloró. No por la libreta. Sino porque, por primera vez, sintió que alguien la entendía sin que ella tuviera que explicarse.
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Pero no todo era perfecto.
Una noche, discutieron. Julián había dejado el piano en el baño “para probar la acústica”, y Clara lo encontró tocando una melodía mientras ella intentaba ducharse.
—¡Esto no es normal! —gritó Clara, con una toalla en la cabeza y espuma en los ojos.
—¡La acústica es increíble! ¡Pruébalo!
—¡Estoy embarazada, mojada y furiosa! ¡No quiero probar nada!
Julián se disculpó. Retiró el piano. Le preparó té. Le escribió una canción llamada “La ducha de Clara” que, sorprendentemente, tenía ritmo.
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Al final del mes, Clara tenía una barriga más redonda, un novio más comprometido, y un gato más confundido. Habían aprendido a convivir, a ceder, a reírse de lo absurdo.
Una noche, mientras veían una película mala y comían palomitas con salsa de soja (otro antojo extraño), Clara miró a Julián y dijo:
—¿Crees que vamos a ser buenos padres?
Julián la miró. Le acarició la mano. Y respondió:
—No lo sé. Pero sé que vamos a ser un equipo. Y que, si el bebé sale con talento musical, le enseñaré a tocar el piano… fuera del baño.
Clara rió. Kafka estornudó. Y el mundo, por un momento, pareció tener sentido.
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