Café con Sorpresa

Capítulo 4: Ultrasonido, tornillos y amor en expansión

Clara no sabía si estaba más nerviosa por el ultrasonido o por el hecho de que Julián había insistido en llevar una cámara analógica “para capturar el alma del momento”. Según él, los recuerdos importantes merecían grano, desenfoque y un poco de misterio.

—¿Y si el bebé no quiere salir en fotos? —preguntó Clara, mientras se ponía los zapatos con dificultad, como si fueran parte de una coreografía mal ensayada.

—Entonces será como Kafka. Misterioso, elegante y con problemas de actitud.

Kafka, desde el sofá, estornudó con desdén. Julián lo interpretó como una bendición.

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La sala de espera del centro médico olía a desinfectante y a ansiedad. Clara se sentía como una mezcla entre paciente y protagonista de una película de suspenso prenatal. Julián, en cambio, parecía estar en una excursión escolar.

—¿Crees que ya tiene dedos? —susurró él, hojeando una revista de salud con dibujos anatómicos que parecían hechos por un ilustrador con resaca.

—Espero que sí. Porque si no, ¿cómo va a tocar el piano?

—¡Eso! ¡Podemos enseñarle a tocar juntos! Tú dibujas las notas, yo las toco, y el bebé las ignora hasta los quince años.

Clara rió, pero por dentro, temblaba. No por el bebé. Por todo lo que venía con él: la responsabilidad, el miedo, el cambio. La idea de convertirse en madre la hacía sentir como si estuviera a punto de saltar al vacío con una mochila llena de dudas.

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Cuando la doctora entró, Clara se aferró a la mano de Julián como si fuera un salvavidas emocional. Se tumbó en la camilla, levantó la camiseta, y esperó.

El gel estaba frío. El aparato, ruidoso. Pero entonces, en la pantalla, apareció algo. Una figura pequeña, borrosa, pero inconfundible.

—Ahí está —dijo la doctora, con voz suave—. Todo va bien. Tiene buen ritmo cardíaco. Y sí, tiene dedos.

Clara soltó una carcajada nerviosa. Julián apretó su mano. Y por un momento, el mundo se detuvo.

—¿Puedo hacerle una foto? —preguntó él, levantando la cámara.

—Solo si prometes no ponerle filtro sepia.

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Esa noche, Clara se sentó en el sofá con la imagen impresa del ultrasonido en la mano. Kafka se acurrucó a su lado, como si entendiera que algo importante había ocurrido.

Julián apareció con una caja de herramientas y una expresión de “esto va a salir mal”.

—¿Qué haces? —preguntó Clara, sin levantar la vista.

—Voy a armar la cómoda del bebé. La compré en una tienda sueca. Tiene instrucciones en runas vikingas.

—¿Estás seguro de que puedes hacerlo?

—No. Pero tengo entusiasmo y una playlist de ABBA. Eso cuenta como preparación.

Clara lo observó mientras sacaba piezas, tornillos y una tabla que claramente no encajaba en ningún lado. En menos de diez minutos, Julián había creado una estructura que parecía una escultura moderna de frustración.

—¿Eso es la base? —preguntó Clara.

—No. Es lo que pasa cuando confundes la parte trasera con la delantera y decides improvisar.

Kafka se subió a la tabla y se quedó ahí, como si reclamara el mueble como trono personal.

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Los días siguientes fueron una montaña rusa emocional. Clara tenía sueños extraños —uno en el que el bebé nacía hablando francés y exigía croissants— y Julián se obsesionó con aprender a cambiar pañales usando un peluche de pingüino como modelo.

—¿Sabías que hay técnicas para evitar que te orinen en la cara? —dijo él, mientras el pingüino volaba por los aires accidentalmente.

—¿Sabías que hay técnicas para no perder la cordura durante el embarazo?

—¿Incluyen chocolate?

—Siempre.

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Una tarde, Clara tuvo un colapso emocional por culpa de una sandía. Había ido al supermercado, la vio, la quiso, pero al llegar a casa se dio cuenta de que no podía cargarla.

Se sentó en el suelo, llorando, mientras Kafka la miraba desde la encimera con expresión de “esto es nuevo”.

Julián llegó, la vio, y sin decir nada, se sentó junto a ella. Le acarició la espalda. Le ofreció una servilleta. Y luego dijo:

—La próxima vez, robamos una carretilla.

Clara rió entre lágrimas. Y por primera vez, entendió que el amor no siempre era épico. A veces era silencioso, absurdo, y lleno de frutas imposibles de cargar.

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Una noche, mientras Clara dibujaba un hipopótamo con gafas para su nuevo libro, Julián se acercó con una caja envuelta en papel de regalo.

—¿Qué es esto? —preguntó Clara.

—Un regalo. Para ti. Para nosotros.

Clara lo abrió. Era un cuaderno. En la portada, Julián había dibujado —con su estilo torpe pero encantador— una familia: él, ella, el bebé, y Kafka con corona.

—Quiero que escribamos aquí todo lo que pase. Lo bueno, lo malo, lo ridículo. Para que cuando el bebé crezca, sepa que vino al mundo rodeado de caos… pero también de amor.

Clara lo besó. No por el cuaderno. Sino por todo lo que significaba.

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Esa noche, mientras el viento soplaba suave y la ciudad dormía, Clara se tumbó en la cama con la mano sobre su barriga.

—¿Crees que lo estamos haciendo bien? —susurró.

Julián, medio dormido, respondió:

—No lo sé. Pero si el bebé sale con sentido del humor, sabremos que algo hicimos bien.

Kafka estornudó. Clara lo interpretó como una señal.

Y así, entre muebles mal armados, ultrasonidos borrosos y amor en expansión, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con jazz, con risas, y con un test de embarazo que cambia todo.

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