El apartamento estaba en silencio, salvo por el ronroneo de Kafka y el crujido ocasional de las galletas que Clara había horneado sin entusiasmo. Era la víspera del baby shower, y aunque todo parecía estar en orden —la decoración lista, los regalos envueltos, la lista de invitados confirmada—, Clara sentía que algo dentro de ella no encajaba del todo.
Julián estaba en la sala, afinando el piano por cuarta vez en la semana. No porque hiciera falta, sino porque necesitaba ocupar las manos. Desde que Clara le había dicho que prefería ir “despacio”, él había respetado su espacio con una mezcla de ternura y torpeza.
—¿Quieres té? —preguntó desde la cocina, sin acercarse demasiado.
—Sí, por favor —respondió Clara, desde el sofá, con Kafka enroscado en su regazo como un escudo emocional.
Julián le llevó la taza, la dejó en la mesa, y volvió a su rincón. No hubo beso. No hubo caricia. Solo una mirada larga, como si ambos supieran que el amor estaba ahí, pero necesitaba respirar.
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Esa noche, Clara se sentó en la cama con el cuaderno que Julián le había regalado. En la portada, seguía el dibujo torpe pero encantador de su pequeña familia: ella, él, el bebé, y Kafka con corona.
Escribió:
> “Hoy sentí que el amor no siempre se mueve rápido. A veces camina. A veces se sienta a esperar. Y eso también está bien.”
Julián pasó por la puerta, vio que escribía, y no interrumpió. Solo le dejó una manta sobre los hombros y volvió a su habitación. Desde que Clara había pedido dormir sola algunas noches, él había aceptado sin drama. “El espacio también es cariño”, le había dicho.
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El baby shower fue un desfile de consejos, risas y anécdotas que Clara no pidió. Lucía, como siempre, lo había organizado con entusiasmo desbordado: globos en forma de animales, una piñata con forma de biberón, y una mesa de dulces que parecía sacada de una revista de repostería escandinava.
Clara sonreía, agradecía, pero por dentro se sentía como una actriz en una obra que no había ensayado. Julián, por su parte, se mantuvo cerca pero no encima. Tocó el piano en una esquina, saludó a los invitados, y se encargó de que Kafka no robara más de dos cupcakes.
Al final, Lucía pidió que los futuros padres dijeran unas palabras. Clara se levantó, con la barriga redonda y el corazón latiendo fuerte.
—No sé si estoy lista —dijo, con voz firme—. Pero sé que este bebé va a llegar a un mundo donde hay risas, música, dibujos, y un gato con personalidad. Y eso, para mí, ya es un buen comienzo.
Julián se levantó. Tomó el micrófono. Y añadió:
—Yo tampoco estoy listo. Pero estoy aquí. Aprendiendo. Escuchando. Y si el bebé sale con sentido del humor, sabremos que algo hicimos bien.
No hubo abrazo. No hubo beso. Solo una sonrisa compartida. Clara lo agradeció.
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Esa noche, Clara volvió a escribir en el cuaderno:
> “Hoy me di cuenta de que el amor no necesita espectáculo. A veces basta con que alguien esté ahí, sin exigir, sin empujar. Solo estar.”
Julián, desde la otra habitación, le mandó un mensaje:
> “¿Quieres que te lea algo antes de dormir? Tengo un libro sobre bebés que lloran en cinco idiomas.”
Clara respondió:
> “Sí. Pero desde la puerta.”
Y así lo hizo. Se sentó en el umbral, leyó en voz baja, y cuando terminó, dijo:
—Buenas noches, Clara.
—Buenas noches, Julián.
Kafka se acomodó entre sus piernas. Clara sintió que, aunque no había caricias ni promesas, había algo más valioso: respeto.
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Los días siguientes fueron una mezcla de antojos, silencios cómodos y conversaciones que no buscaban resolver nada. Julián cocinaba sin preguntar, Clara dibujaba sin explicar, y Kafka se encargaba de mantener la paz con su presencia felina.
Una tarde, mientras Clara pintaba un hipopótamo con gafas para su nuevo libro, Julián se acercó con una caja de nombres. Literalmente. Había escrito más de cincuenta opciones en papeles doblados y los había metido en una caja de galletas vacía.
—¿Jugamos al “nombretón”? —preguntó, con una sonrisa tímida.
Clara dudó. Luego asintió.
Sacaron nombres. Rieron. Discutieron. “Luna” era demasiado poético. “Bruno” le recordaba a un ex. “Miles” era demasiado jazz. Pero entre los descartes, hubo una pausa.
—¿Y si no encontramos el nombre perfecto? —preguntó Clara.
—Entonces lo inventamos. Como todo lo demás.
Se miraron. No se tocaron. Pero algo se acercó entre ellos.
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Esa noche, Clara volvió a escribir:
> “El amor está aprendiendo a caminar a mi ritmo. Y eso, para mí, es más romántico que cualquier poema.”
Julián dejó una nota en la cocina:
> “Gracias por dejarme caminar contigo.”
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Y así, entre dudas, dulces y distancias suaves, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con jazz en la otra habitación, con espacio para respirar, y con un test de embarazo que lo cambia todo… lentamente, pero con firmeza.
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