El último trimestre llegó como una ola lenta pero firme. Clara sentía que su cuerpo ya no le pertenecía del todo: sus pies se hinchaban, su espalda protestaba, y el bebé parecía tener una agenda propia de movimientos nocturnos. Kafka, fiel a su rol de guardián felino, dormía junto a su barriga como si pudiera protegerla de los sueños raros que la visitaban cada noche.
Julián había empezado a leer libros sobre parto natural, lactancia, y cómo evitar decir cosas estúpidas en la sala de maternidad. No lo decía, pero Clara notaba que estaba nervioso. Lo veía en cómo doblaba las toallas con precisión quirúrgica, en cómo evitaba hablar de fechas, y en cómo le preguntaba cada noche si necesitaba algo… aunque ella estuviera dormida.
Una tarde, mientras Clara dibujaba una cigüeña con cara de estrés para su nuevo libro, Julián entró con una libreta llena de listas.
—¿Qué es eso? —preguntó Clara, sin levantar la vista.
—El plan de parto. Bueno, mi versión. Tiene música sugerida, frases que prometo no decir, y una sección de snacks para el hospital.
Clara dejó el lápiz. Lo miró.
—¿Frases que prometes no decir?
Julián leyó en voz alta:
—“Respira como una flor.”
—“Esto es como un concierto, tú eres la estrella.”
—“¿Puedo tocar el piano mientras empujas?”
Clara soltó una carcajada que le dolió en las costillas.
—Gracias por no ser cursi en momentos críticos.
—Lo intento. Pero si me pongo nervioso, puede que recite letras de jazz sin querer.
Clara lo miró. No con pasión desbordada, sino con esa ternura que se construye cuando alguien te acompaña sin invadirte.
—¿Tienes miedo? —preguntó ella.
Julián dudó. Luego se sentó a su lado.
—Sí. Mucho. No del parto. De lo que viene después. De que no sepas cuánto te admiro. De que el bebé me mire como si yo fuera un accesorio decorativo.
Clara tomó su mano. La apretó.
—Yo también tengo miedo. De no saber cómo ser madre. De que todo cambie. De que tú cambies.
—¿Y si cambiamos juntos?
—¿Y si no nos reconocemos?
—Entonces nos volvemos a presentar.
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Los días pasaban entre clases prenatales, intentos fallidos de meditación, y discusiones sobre nombres que nunca llegaban a consenso. Julián proponía nombres musicales: Ella, Duke, Nina. Clara prefería nombres suaves, como Abril o Mateo.
Una noche, mientras Clara se acomodaba en la cama con tres almohadas estratégicamente ubicadas, Julián entró con una caja pequeña.
—¿Qué es eso?
—Una promesa. Bueno, varias.
Dentro había papeles doblados. Clara abrió uno. Decía:
> “Prometo no desaparecer cuando el bebé llore a las tres de la mañana.”
Otro decía:
> “Prometo seguir invitándote a bailar, incluso si es en la cocina, con ojeras.”
Y otro:
> “Prometo recordarte que eres más que madre. Eres Clara. Y eso nunca se pierde.”
Clara no lloró. Pero sintió que algo dentro de ella se aflojaba. Como si el miedo tuviera menos espacio.
—¿Y tú? —preguntó Julián—. ¿Tienes promesas para mí?
Clara pensó. Luego escribió en una servilleta:
> “Prometo dejarte tocar el piano en la sala de estar… pero no en el baño.”
Julián la besó en la frente. No fue un beso de película. Fue un beso de hogar.
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Una semana antes de la fecha estimada, Clara tuvo un colapso emocional por culpa de una maleta. No sabía qué empacar. No sabía si debía llevar su cuaderno, su lápices, su libro de hipopótamos. Se sentó en el suelo, rodeada de ropa de bebé, y lloró.
Julián llegó, la vio, y sin decir nada, se sentó junto a ella. Le acarició la espalda. Le ofreció una galleta. Y luego dijo:
—¿Quieres que empacemos juntos?
Clara asintió. Y durante una hora, eligieron cosas sin lógica pero con cariño: una manta que olía a casa, una playlist con canciones que no hablaban de bebés, y una carta que Clara escribió para sí misma, por si olvidaba quién era.
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La noche antes de la cita médica final, Clara y Julián se sentaron en el balcón. El aire era fresco. La ciudad parecía más lenta. Kafka dormía en una caja de cartón que había declarado suya.
—¿Crees que estamos listos? —preguntó Clara.
—No. Pero creo que estamos juntos. Y eso, para mí, es más importante que estar listo.
Clara apoyó la cabeza en su hombro. El bebé se movió. Julián puso la mano sobre la barriga. No dijeron nada más.
Y así, entre preparativos, promesas suaves y silencios que acompañan, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con jazz en la otra habitación, con espacio para respirar, y con un test de embarazo que lo cambia todo… lentamente, pero con firmeza.
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