El día comenzó como cualquier otro. Clara se despertó con Kafka dormido sobre su barriga, Julián preparando café en la cocina, y una sensación extraña en el cuerpo. No era dolor. No era incomodidad. Era como si su cuerpo estuviera susurrando: hoy es el día.
No dijo nada al principio. Se levantó, se duchó, se sentó en el sofá con su cuaderno y escribió:
> “Hoy siento que algo se está abriendo. No sé si es el cuerpo, el corazón o el tiempo.”
Julián apareció con una tostada y una sonrisa que parecía más nerviosa que de costumbre.
—¿Dormiste bien?
—Sí. Pero creo que algo está empezando.
Julián dejó la tostada en la mesa. Se quedó quieto. Luego dijo:
—¿Quieres que entre en modo pánico o modo útil?
—Modo útil. Pero sin dramatismo.
Kafka estornudó. Clara lo interpretó como una señal.
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Las contracciones comenzaron a media mañana. Al principio eran suaves, como olas pequeñas. Clara las anotaba en su cuaderno, como si fueran parte de una coreografía que necesitaba entender.
Julián, mientras tanto, se convirtió en un asistente personal con exceso de entusiasmo. Le ofrecía agua cada cinco minutos, le ponía música instrumental, y le preguntaba si quería que le leyera fragmentos del libro “El arte de parir sin perder la paciencia”.
—¿Quieres que te lea el capítulo sobre respiración consciente?
—Quiero que respires tú. Y que no me cites a nadie.
A las dos de la tarde, las contracciones se volvieron más intensas. Clara se apoyó en la pared, cerró los ojos, y pensó en hipopótamos. Era su técnica secreta: imaginar animales absurdos en situaciones cotidianas para distraerse del dolor.
Julián llamó al hospital. Luego llamó a Lucía. Luego llamó a su madre, que le dijo que los partos eran como conciertos: largos, ruidosos y llenos de emociones.
Clara lo miró con una mezcla de ternura y amenaza.
—Si comparas esto con un concierto una vez más, te echo al balcón.
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En el hospital, todo fue más rápido de lo que esperaban. Clara fue ingresada con calma, pero las contracciones ya marcaban el ritmo. Julián intentó seguir el plan de parto, pero olvidó la playlist, la manta especial y la carta que Clara había escrito para sí misma.
—¿Dónde está la carta? —preguntó ella, entre una contracción y otra.
—En la maleta. Que está… en casa.
—Perfecto. Entonces improvisamos.
La enfermera, una mujer con voz firme y mirada dulce, les dijo que todo iba bien. Que el bebé estaba en camino. Que respiraran. Que confiaran.
Clara se aferró a Julián. No por necesidad. Por elección.
—No me digas que soy fuerte. Solo dime que estás aquí.
—Estoy aquí. Y no pienso tocar el piano.
Clara rió. Luego gritó. Luego lloró. Y Julián, sin moverse, sin hablar demasiado, le sostuvo la mano como si fuera un ancla.
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El parto duró cinco horas. Cinco horas de dolor, de miedo, de fuerza que Clara no sabía que tenía. Julián no lloró. Pero en el momento en que escucharon el primer llanto del bebé, se le quebró la voz.
—Es él —dijo, como si lo reconociera.
Clara lo miró. El bebé estaba sobre su pecho. Pequeño, tibio, con los ojos cerrados y las manos en puño.
—Hola —susurró ella—. Soy tu caos. Tu calma. Tu casa.
Julián se acercó. Besó a Clara en la frente. Luego al bebé en la cabeza.
—Bienvenido —dijo—. Te estábamos esperando. Con miedo. Con amor. Con jazz.
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Horas después, en la habitación, Clara estaba acostada con el bebé dormido sobre su pecho. Julián estaba en una silla, escribiendo en el cuaderno.
> “Hoy nació alguien. Pero también nacimos nosotros. Como padres. Como equipo. Como algo nuevo.”
Clara lo miró. No dijo nada. Pero le extendió la mano. Julián la tomó. Y por primera vez, sintieron que el amor ya no era solo entre ellos. Era un triángulo imperfecto, pero lleno de luz.
Kafka, en casa, dormía sobre la manta que habían olvidado. Como si supiera que su familia acababa de crecer.
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Y así, entre contracciones, caos y el primer latido, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con gritos, con lágrimas, con un bebé que llora por primera vez. Y con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.
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