El regreso a casa fue más silencioso de lo que Clara había imaginado. No hubo globos, ni música, ni discursos. Solo ella, Julián, el bebé dormido en su capazo, y Kafka observando desde el sofá con la expresión de quien sabe que algo ha cambiado para siempre.
Clara se sentó en la cama, con el bebé en brazos, y miró alrededor. El apartamento era el mismo, pero todo parecía distinto. Como si el aire tuviera otra textura. Como si el tiempo se hubiera ralentizado.
Julián dejó la maleta en la entrada, se quitó los zapatos, y se acercó con una manta.
—¿Quieres que lo sostenga un rato?
Clara dudó. Luego asintió. Le pasó al bebé con cuidado, como si fuera de cristal. Julián lo recibió con manos temblorosas, pero con una mirada firme.
—Hola, pequeño caos —susurró—. Bienvenido a nuestra casa. Prometo no desafinar cuando te cante.
Clara sonrió. No por la frase. Por la forma en que Julián lo miraba. Como si ya lo conociera.
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Las primeras noches fueron una mezcla de ternura y agotamiento. El bebé lloraba sin horario. Clara intentaba amamantar con torpeza. Julián preparaba infusiones que nadie bebía. Kafka se escondía en el armario, harto del ruido.
Una madrugada, Clara se sentó en el sofá con el bebé en brazos, los ojos rojos, la espalda tensa, y el corazón lleno de dudas.
Julián apareció con una taza de agua y una servilleta.
—¿Qué haces despierto?
—Escuché tu silencio. Y eso me despierta más que cualquier llanto.
Clara lo miró. No dijo nada. Pero le hizo espacio en el sofá. Julián se sentó. Le acarició el hombro. Luego dijo:
—¿Quieres que te lea algo? Tengo un libro sobre bebés que no duermen y padres que sobreviven.
—Quiero que me digas que esto mejora.
—No sé si mejora. Pero sé que se transforma. Como todo lo que vale la pena.
Clara apoyó la cabeza en su hombro. El bebé se durmió. Kafka salió del armario. Y por un momento, todo pareció estar en su sitio.
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Durante el día, Clara intentaba recuperar algo de rutina. Dibujaba cuando podía. Comía cuando se acordaba. Dormía cuando el bebé lo permitía. Julián se encargaba de las compras, de los pañales, de los mensajes que llegaban sin parar.
Lucía vino a visitarlos con una caja de galletas y una lista de consejos que Clara ignoró con elegancia.
—¿Cómo estás? —preguntó, mientras sostenía al bebé como si fuera una obra de arte.
—Cansada. Confundida. Enamorada. Todo al mismo tiempo.
Lucía sonrió.
—Entonces estás haciendo las cosas bien.
Julián apareció con una taza de café y una expresión de “no sé si esto es real”.
—¿Y tú? —preguntó Lucía.
—Estoy aprendiendo a no tener respuestas. Y eso, para mí, ya es un avance.
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Una tarde, Clara encontró la carta que Julián le había dado antes del parto. La había guardado en el cajón sin abrirla. Ahora, con el bebé dormido y el sol entrando por la ventana, decidió leerla.
> “Clara:
> Si estás leyendo esto, es porque ya hiciste algo increíble.
> No sé cómo será el día a día. No sé si sabré ayudarte como mereces.
> Pero sí sé que te admiro. Que te elijo. Que te escucho.
> Y que, aunque el amor cambie, aunque el cuerpo cambie, aunque el mundo se vuelva caótico,
> yo voy a estar aquí.
> No para salvarte.
> Para acompañarte.
> Para recordarte que eres más que madre.
> Eres tú.
> Y eso nunca se pierde.”
Clara lloró. No por la carta. Por todo lo que había contenido en silencio. Por todo lo que Julián había entendido sin que ella lo dijera.
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Esa noche, Clara se sentó en la cama con el bebé dormido en su pecho. Julián estaba en la cocina, preparando algo que probablemente no comerían. Kafka dormía sobre una pila de ropa limpia.
Clara escribió en el cuaderno:
> “Hoy descubrí que el amor no duerme. Que se levanta contigo. Que te sostiene cuando no puedes más.
> Que no necesita palabras. Solo presencia.”
Julián entró con dos tazas de té. Se sentó a su lado. Le pasó una. No dijo nada. Solo la miró.
—Gracias —susurró Clara.
—Por qué.
—Por no pedir que sea fuerte. Por dejarme ser frágil.
Julián la besó en la frente. Luego al bebé. Luego se quedó ahí, en silencio, como si ese gesto fuera suficiente.
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Y así, entre madrugadas, miedos y el amor que no duerme, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con ojeras, con pañales, con una taza de té en la madrugada. Y con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.
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