Capítulo 12: Primeras veces, pequeños logros y el amor que observa
El bebé tenía seis meses cuando Clara notó que sus manos ya no se movían al azar. Ahora agarraban cosas con intención: su dedo, el borde de una manta, el mechón rebelde que siempre escapaba de su coleta. Era como si el mundo empezara a tener forma para él, y ella lo observaba con una mezcla de asombro y nostalgia.
Julián, por su parte, había desarrollado una rutina precisa: desayuno con jazz suave, paseo corto por el parque, siesta compartida en el sofá. No era perfecto, pero funcionaba. Kafka, como siempre, se adaptaba con la dignidad de quien ha visto demasiado.
Una mañana, Clara se sentó frente a su escritorio con el bebé en la mochila ergonómica. Abrió su libreta y escribió:
> “Hoy me di cuenta de que la maternidad no se mide en grandes gestos. Se mide en miradas. En paciencia. En saber cuándo no decir nada.”
Julián apareció con dos tazas de té y una sonrisa que parecía más estable.
—¿Dormiste algo?
—Lo suficiente para recordar quién soy.
—¿Y quién eres hoy?
—Una mujer que dibuja mientras alguien le babea la espalda.
Ambos rieron. El bebé soltó un sonido que parecía una carcajada. Kafka estornudó. Y el día comenzó.
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Las primeras veces llegaron como sorpresas suaves. El bebé se giró solo. Luego se sentó. Luego dijo algo que sonaba vagamente a “mamá”. Clara lloró. No por la palabra. Por todo lo que significaba.
Julián lo celebró con una canción improvisada que llamó “Balada para el primer balbuceo”. Clara lo grabó. No para compartirlo. Para recordarlo.
Una tarde, mientras el bebé dormía, Clara y Julián se sentaron en el balcón con una libreta entre ellos.
—¿Qué estamos haciendo bien? —preguntó Clara.
—Estamos aprendiendo a mirar. A no correr. A no exigir.
—¿Y qué nos falta?
—Tiempo. Pero eso siempre falta. Lo importante es lo que hacemos con el que tenemos.
Clara lo miró. Le tomó la mano. No la soltó.
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Clara recibió una propuesta para ilustrar un libro infantil sobre animales que no sabían rugir. Julián fue invitado a tocar en una pequeña galería local. Ambos dudaron. Luego aceptaron.
El bebé empezó a ir a una clase de estimulación temprana. Clara lo observaba desde una alfombra, rodeada de otros padres que también parecían estar improvisando.
Una madre le dijo:
—¿No te parece que esto es como volver a nacer?
Clara respondió:
—Sí. Pero esta vez, con más conciencia. Y más café.
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Una noche, mientras el bebé dormía y Kafka vigilaba desde el pasillo, Clara y Julián se sentaron en la cocina con una vela encendida.
—¿Te has sentido lejos de mí? —preguntó Clara.
—A veces. Pero no por falta de amor. Por falta de espacio.
—¿Y ahora?
—Ahora siento que estamos volviendo. No como antes. Como nuevos.
Clara lo besó. No con urgencia. Con calma. Como quien reconoce un lugar que sigue siendo suyo.
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Esa noche, Clara escribió en su cuaderno:
> “Hoy entendí que el amor también observa. Que no siempre actúa. Que a veces solo está. Y eso basta.”
Julián dejó una nota en la nevera:
> “Gracias por seguir eligiéndome. Incluso cuando estamos cansados.”
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Y así, entre primeras veces, pequeños logros y el amor que observa, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con balbuceos, con dibujos torpes, con una taza de té en la madrugada. Y con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.
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