Café con Sorpresa

Capítulo 14: Palabras nuevas, silencios necesarios y el amor que se adapta

El bebé tenía quince meses cuando dijo su primera frase completa: “Gato no quiere.” Kafka, ofendido, se retiró a su rincón habitual con la dignidad de quien ha sido injustamente acusado. Clara y Julián se miraron, sorprendidos por la claridad, por la estructura, por el hecho de que su hijo ya tenía opiniones.

—¿Crees que lo dijo con intención? —preguntó Clara.

—Creo que lo dijo con convicción. Y eso ya es mucho.

El bebé, satisfecho con su declaración, se dedicó a desarmar una torre de bloques. Kafka lo observaba desde lejos, como si evaluara su liderazgo.

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Clara había retomado su trabajo con fuerza. El libro del hipopótamo con gafas se había convertido en una pequeña serie, y su editor le pedía más. Julián, por su parte, estaba componiendo para una obra de teatro local. Las tardes se llenaban de teclas, lápices, y un bebé que ahora caminaba con decisión y hablaba con entusiasmo.

Pero entre todo eso, algo empezó a cambiar. No en el amor. En el ritmo.

Clara sentía que no tenía tiempo para respirar. Julián se perdía en partituras. Las conversaciones se volvían funcionales: “¿Compraste pañales?”, “¿Quién lo baña hoy?”, “¿Comiste algo?”

Una noche, Clara se sentó en el sofá con el bebé dormido en su regazo y escribió:

> “Hoy sentí que el amor también necesita pausa. Que no basta con estar. Hay que mirar. Hay que escuchar.”

Julián apareció con una taza de té y una expresión de cansancio.

—¿Estás bien?

—Estoy… llena. De cosas. De tareas. De ruido.

—¿Y de mí?

Clara lo miró. No con reproche. Con honestidad.

—A veces no sé dónde estás. Aunque estés aquí.

Julián se sentó a su lado. No dijo nada. Pero le tomó la mano. Y eso, por ahora, bastó.

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Los días siguientes fueron más lentos. No por falta de trabajo. Por decisión. Clara y Julián empezaron a reservar una hora al día para estar juntos. Sin bebé. Sin tareas. Sin pantallas.

A veces hablaban. A veces no. A veces solo se miraban mientras Kafka dormía entre ellos.

Una tarde, Julián le mostró una melodía nueva.

—¿Para quién es?

—Para ti. Pero también para mí. Para nosotros. Para lo que estamos intentando cuidar.

Clara lo escuchó. No dijo nada. Pero lo abrazó. Como quien reconoce un esfuerzo invisible.

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El bebé empezó a decir más frases. “Papá toca.” “Mamá dibuja.” “Gato duerme.” Clara lo observaba como si cada palabra fuera una revelación. Julián lo grababa. No para compartirlo. Para guardarlo.

Una noche, mientras el bebé dormía y Kafka vigilaba desde el pasillo, Clara y Julián se sentaron en la cocina con una vela encendida.

—¿Crees que estamos bien? —preguntó Clara.

—Creo que estamos aprendiendo. Y eso, para mí, es estar bien.

—¿Y si nos perdemos otra vez?

—Entonces nos volvemos a buscar. Como siempre.

Clara lo besó. No con urgencia. Con calma. Como quien reconoce un lugar que sigue siendo suyo.

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Esa noche, Clara escribió:

> “Hoy entendí que el amor también se adapta. Que no siempre brilla. Que a veces solo respira. Y eso basta.”

Julián dejó una nota en la nevera:

> “Gracias por quedarte. Incluso cuando todo se mueve.”

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Y así, entre palabras nuevas, silencios necesarios y el amor que se adapta, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con frases torpes, con melodías suaves, con una taza de té en la madrugada. Y con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.




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