Café con Sorpresa

Capítulo 16: Frases completas, gestos pequeños y el amor que se reencuentra

El bebé tenía veinte meses cuando dijo su primera frase con intención clara: “Papá canta, mamá dibuja.” Clara se detuvo en seco. No por la frase. Por lo que significaba. Su hijo los veía. No como figuras funcionales. Como personas. Como creadores. Como él mismo.

Julián, al escucharla, dejó de tocar el piano y se acercó con los ojos brillantes.

—¿Lo dijo en serio?

—Lo dijo como si fuera una verdad universal.

Kafka, desde su rincón, estornudó. Clara lo interpretó como aprobación.

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La rutina seguía siendo exigente. Clara trabajaba en su nueva serie de libros ilustrados. Julián componía para una obra que se estrenaría en dos meses. El bebé tenía energía infinita. Kafka tenía paciencia limitada. Y el tiempo parecía encogerse cada semana.

Pero algo había cambiado. No en el ritmo. En la mirada.

Clara y Julián empezaron a buscarse más allá de las tareas. A tocarse el hombro al pasar. A dejar notas en lugares inesperados. A compartir silencios sin culpa.

Una tarde, Clara encontró una nota dentro de su cuaderno:

> “Hoy te vi dibujar con el bebé en brazos. Y pensé: eso también es arte.”

Ella respondió con un dibujo: Julián tocando el piano mientras Kafka dormía sobre sus pies. Lo dejó pegado en la nevera. Julián lo enmarcó.

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El bebé empezó a formar frases más complejas. “Gato no quiere sopa.” “Papá toca fuerte.” “Mamá está cansada.” Clara lo escuchaba como si cada palabra fuera una revelación. Julián lo grababa. No para compartirlo. Para guardarlo.

Una noche, mientras el bebé dormía y Kafka vigilaba desde el pasillo, Clara y Julián se sentaron en el sofá con una manta compartida.

—¿Te has sentido lejos de mí? —preguntó Clara.

—A veces. Pero no por falta de amor. Por falta de pausa.

—¿Y ahora?

—Ahora siento que estamos volviendo. No como antes. Como nuevos.

Clara lo besó. No con urgencia. Con calma. Como quien reconoce un lugar que sigue siendo suyo.

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Decidieron tener una cita en casa. Nada elaborado. Solo una cena sin interrupciones, una película que no fuera infantil, y una conversación que no incluyera pañales.

Julián cocinó. Clara decoró la mesa con dibujos. Kafka fue exiliado temporalmente al dormitorio. El bebé dormía. El silencio era un lujo.

Durante la cena, hablaron de cosas que no habían dicho en meses.

—¿Extrañas algo? —preguntó Clara.

—Extraño tocar sin mirar el reloj. ¿Y tú?

—Extraño dibujar sin pensar en entregas.

—¿Y qué no extrañas?

—No extraño la soledad. Ni el miedo de no saber si esto funcionaría.

Julián la miró. Le tomó la mano. No la soltó.

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Esa noche, Clara escribió:

> “Hoy sentí que el amor también se reencuentra. Que no siempre se pierde. Que a veces solo espera.”

Julián dejó una nota en la almohada:

> “Gracias por volver. Incluso cuando no sabías que te habías ido.”

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Los días siguientes fueron más amables. Clara y Julián se daban espacio sin alejarse. El bebé seguía creciendo. Kafka seguía observando. Y el amor, sin prisa, seguía floreciendo.

Una tarde, Clara dibujó una escena: una pareja en la cocina, un bebé en el suelo, un gato en la ventana. Lo tituló: “La cita que no necesita salir.”

Julián lo colgó en el pasillo. Lo llamó “nuestro recordatorio”.

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Y así, entre frases completas, gestos pequeños y el amor que se reencuentra, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con dibujos sinceros, con cenas improvisadas, con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.




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