Capítulo 18: Mochilas pequeñas, mundos nuevos y el amor que acompaña
El bebé tenía dos años y una semana cuando Clara recibió el correo: “Confirmamos la vacante para el jardín infantil. Inicio: lunes próximo.” Lo leyó tres veces. No por incredulidad. Por vértigo.
Julián estaba en el estudio, afinando su teclado. Clara entró con el celular en la mano y una expresión que él ya conocía.
—¿Qué pasó?
—Nos aceptaron. Empieza el lunes.
Julián se quedó en silencio. Luego dijo:
—¿Y nosotros?
—Nosotros lo acompañamos. Pero él empieza a caminar sin nosotros.
Kafka, desde su rincón, estornudó. Clara lo interpretó como una señal de que el mundo estaba cambiando.
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Los días previos fueron una mezcla de emoción y nostalgia. Compraron una mochila diminuta con dibujos de hipopótamos. Etiquetaron ropa. Prepararon una lonchera que probablemente volvería intacta. El bebé decía “jardín” con entusiasmo, sin saber del todo qué significaba.
Clara dibujó una escena: el bebé con mochila, Kafka siguiéndolo, y ellos dos detrás, con pasos lentos. Lo tituló: “Primer día, primer vuelo.”
Julián lo colgó en la entrada. Lo llamó “nuestro mural de despedida suave.”
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El lunes llegó con sol. Clara vistió al bebé con cuidado. Julián preparó el desayuno. Kafka se escondió. El bebé se dejó llevar, como si supiera que algo importante estaba por suceder.
En la puerta del jardín, Clara se agachó y dijo:
—Hoy vas a conocer cosas nuevas. Personas nuevas. Pero nosotros estamos aquí. Siempre.
Julián añadió:
—Y si no te gusta, lo hablamos. Nada es para siempre. Solo el amor.
El bebé los miró. Luego entró. Sin llorar. Sin mirar atrás. Como quien confía.
Clara lloró. Julián la abrazó. Kafka, en casa, se subió al sofá por primera vez en semanas.
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Esa mañana, Clara y Julián volvieron a casa con una extraña sensación de espacio. El silencio era nuevo. El tiempo, elástico. Clara se sentó en su escritorio. Julián tocó el piano. Ambos trabajaron. Pero cada tanto, miraban el reloj.
A las once, Clara escribió:
> “Hoy sentí que el amor también espera. Que no siempre actúa. Que a veces solo está.”
Julián dejó una nota en la nevera:
> “El silencio no es ausencia. Es espacio para volver.”
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Al recogerlo, el bebé salió con una hoja pintada de colores y una sonrisa que parecía más grande. Dijo “jardín bueno” y “gato no vino.” Kafka, al enterarse, se ofendió.
Esa noche, Clara y Julián lo escucharon contar su día con palabras sueltas, gestos amplios y sonidos inventados. Era su mundo. Y ellos eran invitados.
—¿Crees que ya empezó a volar? —preguntó Clara.
—Creo que empezó a mirar desde otro lugar. Y eso también es crecer.
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Los días siguientes fueron más estables. El bebé iba feliz. Volvía cansado. Clara y Julián trabajaban con más ritmo. Kafka recuperó su trono. Pero algo había cambiado. No en el amor. En la forma de estar.
Una tarde, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té y el monitor encendido.
—¿Te has sentido más libre? —preguntó Julián.
—Sí. Pero también más responsable. Como si ahora lo que hacemos tuviera más peso.
—¿Y eso te asusta?
—Me hace pensar. En lo que queremos. En lo que somos. En lo que él ve.
Julián la miró. Le tomó la mano. No la soltó.
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Esa noche, Clara escribió:
> “Hoy entendí que el amor también acompaña. Que no siempre guía. Que a veces solo camina al lado.”
Julián dejó una nota en la almohada:
> “Gracias por caminar conmigo. Incluso cuando el camino cambia.”
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Y así, entre mochilas pequeñas, mundos nuevos y el amor que acompaña, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con hojas pintadas, con silencios compartidos, con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.
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