Capítulo 21: Días contados, abrazos largos y el amor que regresa
El niño tenía dos años y ocho meses cuando Julián recibió la propuesta: una residencia musical de tres semanas en otra ciudad. Clara lo escuchó leer el correo en voz alta, con una mezcla de entusiasmo y duda. Kafka, desde su rincón, estornudó. Clara lo interpretó como una advertencia.
—¿Quieres ir? —preguntó ella.
—Sí. Pero no sé si puedo.
—¿Por qué?
—Porque no sé si quiero estar lejos. De ti. De él. De esto.
Clara se acercó. Le tomó la mano. No la soltó.
—Entonces vamos a pensarlo juntos.
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Durante los días siguientes, hablaron. No solo de logística. De miedo. De deseo. De cómo el amor también se pone a prueba cuando hay distancia. Clara lo animó. No por sacrificio. Por convicción.
—Si no vas, no sabrás si aún te mueve. Y si te mueve, también nos mueve a nosotros.
Julián la miró. No con urgencia. Con gratitud.
El niño, al enterarse, dijo: “Papá va. Papá vuelve. Papá canta lejos.” Kafka se retiró al armario.
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La semana antes de la partida fue una coreografía de preparación. Clara reorganizó horarios. Julián grabó canciones para que el niño las escuchara. El niño ayudó a empacar, metiendo calcetines en la maleta y diciendo “esto sí, esto no” sin criterio alguno.
Una noche, Clara dibujó una escena: Julián en un tren, el niño en casa, ella en medio, con una línea que los conectaba. Lo tituló: “Tres semanas, un hilo.”
Julián lo guardó en su cuaderno de partituras. Lo llamó “la melodía que me espera.”
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El día de la partida, Julián se agachó frente al niño.
—Voy a ir a hacer música. Pero vuelvo. Siempre vuelvo.
—¿Promesa?
—Promesa.
Clara lo abrazó. No con miedo. Con amor.
Kafka lo ignoró. Por protocolo.
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Durante las tres semanas, Clara y el niño construyeron una rutina nueva. Desayuno con canciones grabadas. Paseos con dibujos. Videollamadas cada noche. El niño decía “papá pantalla” y “papá lejos, pero cerca.”
Clara trabajaba. Jugaba. Esperaba. A veces se sentía sola. A veces se sentía fuerte. A veces ambas cosas al mismo tiempo.
Una noche, después de una llamada en la que Julián mostró el estudio y cantó una canción nueva, Clara escribió:
> “Hoy sentí que el amor también se estira. Que no siempre se rompe. Que a veces solo se alarga.”
Julián dejó una nota digital:
> “Gracias por sostenernos. Incluso cuando estoy lejos.”
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El niño empezó a contar los días. “Faltan dos. Faltan uno. Falta papá.” Clara lo ayudaba con dibujos. Kafka lo ayudaba con presencia.
El día antes del regreso, el niño preparó una bienvenida: dibujos, peluches alineados, una canción inventada. Clara cocinó algo especial. Kafka se bañó. Por accidente.
Cuando Julián llegó, el niño corrió a sus brazos. Lo abrazó como si el tiempo fuera un hilo que se recogía. Clara lo miró. No con urgencia. Con calma. Como quien reconoce lo que nunca se fue.
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Esa noche, Clara escribió:
> “Hoy entendí que el amor también regresa. Que no siempre se queda. Que a veces va, pero vuelve.”
Julián dejó una nota en la almohada:
> “Gracias por esperarme. Incluso cuando no sabías cuánto iba a tardar.”
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Y así, entre días contados, abrazos largos y el amor que regresa, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con trenes, con canciones grabadas, con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.
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