Café con Sorpresa

Capítulo 24: Talentos en flor, caminos propios y el amor que admira

El niño tenía tres años y medio cuando empezó a dibujar círculos con ojos y piernas. “Es mamá corriendo”, decía. “Es papá tocando el piano.” Kafka aparecía en casi todos los dibujos, siempre con corona. Clara los observaba con una mezcla de ternura y sorpresa. Julián los enmarcaba como si fueran obras maestras.

—¿Crees que está imitando? —preguntó Clara una tarde.

—Creo que está creando. Y eso es distinto.

Clara lo miró. Le tomó la mano. No la soltó.

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Durante las semanas siguientes, el niño mostró más señales de sus talentos. Le gustaba cantar, dibujar, construir torres imposibles con bloques. Le gustaba inventar palabras, contar historias, hacer preguntas que desarmaban cualquier lógica.

—¿Los árboles tienen cumpleaños?
—¿Kafka sabe que lo queremos?
—¿Qué pasa si el sol se cansa?

Clara respondía con dibujos. Julián, con canciones. A veces decían “no lo sé” con la honestidad de quien también está aprendiendo.

Una noche, Clara escribió:

> “Hoy sentí que el amor también admira. Que no siempre enseña. Que a veces solo contempla.”

Julián dejó una nota en la nevera:

> “Gracias por mirar conmigo. Incluso cuando no entendemos todo.”

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Clara recibió una invitación para dar una charla sobre ilustración emocional. Julián fue convocado para dirigir un taller de composición para niños. Ambos aceptaron. No por ambición. Por deseo.

El niño, al enterarse, dijo: “Mamá habla. Papá enseña. Yo dibujo.” Kafka bostezó.

Una tarde, Clara dibujó una escena: tres figuras en movimiento, cada una con una herramienta distinta: pincel, teclado, crayón. Lo tituló: “Familia en creación.”

Julián lo colgó en el pasillo. Lo llamó “nuestro manifiesto silencioso.”

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El jardín organizó una muestra de talentos. El niño quiso participar. Eligió cantar una canción inventada. Clara lo ayudó con el vestuario. Julián lo acompañó con acordes suaves. Kafka fue excluido por decisión del niño: “Gato no canta.”

El día de la muestra, el niño subió al pequeño escenario con seguridad. Cantó con voz clara, con gestos amplios, con una sonrisa que parecía más grande que él. Clara lloró. Julián grabó. Kafka, en casa, se subió al sofá por primera vez en semanas.

Esa noche, Clara escribió:

> “Hoy entendí que el amor también se maravilla. Que no siempre guía. Que a veces solo aplaude.”

Julián dejó una nota en la almohada:

> “Gracias por celebrar conmigo. Incluso cuando no somos los protagonistas.”

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Los días siguientes fueron más livianos. Clara y Julián trabajaban con más ritmo. El niño dibujaba más. Cantaba más. Preguntaba más. Kafka dormía más. Todo parecía en equilibrio.

Una tarde, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té y el monitor encendido.

—¿Te has sentido distinta últimamente? —preguntó Julián.

—Sí. Como si estuviéramos entrando en otra etapa. No solo él. Nosotros también.

—¿Y eso te asusta?

—Me hace querer estar más presente. No más perfecta. Más real.

Julián la besó. No con urgencia. Con calma. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.

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Esa noche, Clara escribió:

> “Hoy sentí que el amor también evoluciona. Que no siempre cambia. Que a veces se profundiza.”

Julián dejó una nota en la nevera:

> “Gracias por crecer conmigo. Incluso cuando no sabemos hacia dónde.”

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Y así, entre talentos en flor, caminos propios y el amor que admira, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con crayones, con canciones inventadas, con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.




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