Café con Sorpresa

Capítulo 25: Sueños en voz alta, decisiones compartidas y el amor que proyecta

El niño tenía casi cuatro años cuando empezó a hablar de lo que quería ser “cuando sea grande”. No lo decía con certeza, sino con curiosidad. Un día quería ser astronauta. Otro, pintor. Otro, “persona que cuida gatos”. Kafka, desde su rincón, estornudó. Clara lo interpretó como aprobación parcial.

—¿Y tú qué querías ser cuando eras niña? —preguntó Julián una tarde, mientras Clara dibujaba en la mesa del comedor.

—Quería ser alguien que contara historias. No sabía cómo. Solo sabía que quería hacerlo.

—Y lo estás haciendo.

Clara lo miró. Le tomó la mano. No la soltó.

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Durante las semanas siguientes, el niño empezó a construir mundos con palabras. “En mi planeta hay árboles que cantan.” “En mi casa de sueños, Kafka habla francés.” “Cuando sea grande, quiero tener una ventana que dé al mar.”

Clara escribía sus frases en un cuaderno. Julián las convertía en melodías. A veces las compartían. A veces las guardaban como tesoros privados.

Una noche, Clara escribió:

> “Hoy sentí que el amor también proyecta. Que no siempre vive el presente. Que a veces sueña hacia adelante.”

Julián dejó una nota en la nevera:

> “Gracias por imaginar conmigo. Incluso cuando no sabemos si es posible.”

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Una propuesta llegó por correo: una beca para Clara, para desarrollar una novela gráfica sobre maternidad y creación. Implicaba viajar dos meses, con opción a residencia artística. Julián la leyó en voz alta. El niño escuchaba desde el suelo, construyendo una torre de bloques.

—¿Vas a ir lejos? —preguntó él.

—Tal vez. Pero volvería. Siempre vuelvo.

—¿Promesa?

—Promesa.

Kafka se retiró al armario. Julián se quedó en silencio.

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Esa noche, Clara y Julián hablaron. No solo de logística. De deseo. De miedo. De lo que significaba elegir algo que los moviera, sin dejar de sostener lo que habían construido.

—¿Y si lo hacemos juntos? —preguntó Julián.

—¿Cómo?

—Nos vamos los tres. Buscamos una forma. Un lugar. Un tiempo.

—¿Y si no funciona?

—Entonces volvemos. Pero lo intentamos.

Clara lo miró. No con urgencia. Con esperanza.

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Durante los días siguientes, investigaron. Hablaron con amigos. Consultaron opciones. El niño decía “vamos al país de los dibujos” y “papá toca en el tren.” Kafka observaba con escepticismo.

Una tarde, Clara dibujó una escena: los tres en una estación, cada uno con una maleta distinta. Lo tituló: “Proyecto compartido.”

Julián lo colgó en la cocina. Lo llamó “nuestro mapa sin destino fijo.”

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Decidieron aceptar. No por impulso. Por convicción. Clara tomaría la beca. Julián buscaría colaboraciones musicales en el nuevo lugar. El niño iría con ellos. Kafka también. Por supuesto.

El día que enviaron la confirmación, Clara escribió:

> “Hoy entendí que el amor también se convierte en proyecto. Que no siempre espera. Que a veces se lanza.”

Julián dejó una nota en la almohada:

> “Gracias por construir conmigo. Incluso cuando no hay planos.”

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Los días siguientes fueron de preparación. Empacar. Organizar. Despedirse. El niño decía “vamos a vivir en un dibujo.” Clara lo abrazaba. Julián lo grababa. Kafka se escondía en la maleta.

Una noche, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té y el monitor encendido.

—¿Te has sentido distinta últimamente? —preguntó Julián.

—Sí. Como si estuviéramos empezando otra historia. No solo él. Nosotros también.

—¿Y eso te asusta?

—Me hace querer escribirla bien. No perfecta. Real.

Julián la besó. No con urgencia. Con calma. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.

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Y así, entre sueños en voz alta, decisiones compartidas y el amor que proyecta, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con maletas, con mapas sin destino, con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.




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