Capítulo 28: Palabras sentidas, días tranquilos y el amor que escucha
El niño tenía cuatro años cuando empezó a usar frases como “me siento triste” y “hoy estoy contento”. No eran solo palabras. Eran ventanas. Clara lo escuchaba con atención. Julián lo acompañaba con melodías suaves. Kafka, desde su rincón, parecía más paciente que nunca.
—¿Crees que entiende lo que siente? —preguntó Clara una tarde, mientras el niño dibujaba un sol con lágrimas.
—Creo que está aprendiendo a nombrarlo. Y eso ya es mucho.
Clara lo miró. Le tomó la mano. No la soltó.
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Los días eran tranquilos. Clara trabajaba en la edición final de su novela gráfica. Julián componía para un proyecto educativo. El niño volvía del jardín con historias que mezclaban realidad y fantasía. Kafka dormía más que antes, como si supiera que el mundo ya no necesitaba su vigilancia constante.
Una tarde, Clara escribió:
> “Hoy sentí que el amor también escucha. Que no siempre responde. Que a veces solo se queda cerca.”
Julián dejó una nota en la nevera:
> “Gracias por estar en silencio conmigo. Incluso cuando hay tanto que decir.”
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El niño empezó a hacer preguntas sobre lo invisible. “¿Dónde va la tristeza cuando se va?” “¿Por qué a veces no quiero jugar?” “¿Qué hace mamá cuando está sola?”
Clara respondía con dibujos. Julián con canciones. A veces decían “no lo sé” con la honestidad de quien también se pregunta.
Una noche, el niño se sentó entre ellos en el sofá y dijo:
—Hoy me sentí raro. No triste. No feliz. Solo raro.
Clara lo abrazó. Julián lo acarició el cabello. Kafka se subió al respaldo del sofá como si entendiera.
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Esa noche, Clara escribió:
> “Hoy entendí que el amor también se sienta a escuchar. Que no siempre guía. Que a veces solo acompaña.”
Julián dejó una nota en la almohada:
> “Gracias por escuchar lo que no se dice.”
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Durante las semanas siguientes, Clara y Julián empezaron a hablar más sobre lo que sentían. No solo sobre el niño. Sobre ellos. Sobre lo que habían vivido. Sobre lo que querían. Sobre lo que les dolía.
Una tarde, Clara dijo:
—A veces siento que me perdí un poco en todo esto. Que fui madre, artista, compañera… pero no sé si fui yo.
Julián la miró. No con sorpresa. Con ternura.
—Yo también me sentí así. Pero creo que estamos volviendo. No como antes. Como nuevos.
Clara lo besó. No con urgencia. Con calma. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.
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El niño empezó a decir “me gusta cuando estamos todos juntos” y “hoy quiero estar solo un ratito.” Clara lo respetaba. Julián lo celebraba. Kafka lo seguía a distancia.
Una tarde, Clara dibujó una escena: los tres en una habitación, cada uno en su rincón, conectados por hilos invisibles. Lo tituló: “Escucha compartida.”
Julián lo colgó en el pasillo. Lo llamó “nuestro retrato sin palabras.”
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Esa noche, Clara escribió:
> “Hoy sentí que el amor también respeta. Que no siempre abraza. Que a veces da espacio.”
Julián dejó una nota en la nevera:
> “Gracias por dejarme ser. Incluso cuando no sé quién soy.”
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Y así, entre palabras sentidas, días tranquilos y el amor que escucha, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con silencios compartidos, con preguntas sin respuesta, con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.
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