Capítulo 29: Recuerdos en voz alta, celebraciones pequeñas y el amor que guarda
El niño tenía cuatro años y un mes cuando, al ver una foto enmarcada en el pasillo, dijo: —Aquí estábamos en la casa de los dibujos. Kafka tenía miedo del tren.
Clara se detuvo. Julián levantó la vista desde el piano. Kafka, desde su rincón, estornudó. Era la primera vez que el niño hablaba del pasado como si fuera suyo. No como una historia contada. Como una memoria vivida.
—¿Te acuerdas de esa casa? —preguntó Clara.
—Sí. Tenía ventanas grandes. Y papá tocaba en la plaza. Y tú dibujabas árboles que hablaban.
Julián sonrió. Clara lo miró. Le tomó la mano. No la soltó.
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Durante los días siguientes, el niño empezó a hablar más de lo que recordaba. “Cuando era chiquito, lloraba mucho.” “Kafka no me dejaba tocarlo.” “Papá me cantaba cuando tenía miedo.” Clara lo escuchaba con atención. Julián lo grababa. Kafka lo toleraba.
Una tarde, Clara escribió:
> “Hoy sentí que el amor también guarda. Que no siempre vive el presente. Que a veces se convierte en memoria.”
Julián dejó una nota en la nevera:
> “Gracias por recordar conmigo. Incluso lo que dolía.”
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Se acercaba el aniversario de su regreso a casa. Clara propuso una celebración pequeña. No por nostalgia. Por gratitud. Julián cocinó algo especial. El niño decoró la sala con dibujos de trenes, ventanas y gatos con corona. Kafka se escondió debajo del sofá.
Durante la cena, hablaron de lo vivido. De lo que cambió. De lo que quedó. El niño dijo:
—Me gusta esta casa. Pero también me gustó la otra. Clara respondió:
—Las dos son nuestras. Porque nosotros somos casa.
Julián la miró. Le tomó la mano. No la soltó.
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Esa noche, Clara dibujó una escena: los tres en una casa que tenía alas, raíces y ventanas abiertas. Lo tituló: “Casa que se mueve.”
Julián lo colgó en el pasillo. Lo llamó “nuestro hogar sin fronteras.”
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El niño empezó a preguntar por fotos. “¿Dónde está la de mi primer dibujo?” “¿Y la de Kafka en la maleta?” “¿Y la de mamá con el pelo mojado?” Clara buscó en cajas. Julián organizó un álbum. Lo llamaron “Nuestro libro de los días.”
Una tarde, el niño lo hojeó con atención. Luego dijo:
—Quiero que sigamos haciendo recuerdos. Para cuando sea más grande.
Clara lo abrazó. Julián lo besó en la frente. Kafka se subió al respaldo del sofá como si entendiera.
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Esa noche, Clara escribió:
> “Hoy entendí que el amor también se proyecta hacia atrás. Que no siempre sueña. Que a veces recuerda.”
Julián dejó una nota en la almohada:
> “Gracias por hacer que cada día valga la pena ser guardado.”
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Los días siguientes fueron más lentos. Clara trabajaba con calma. Julián componía sin prisa. El niño dibujaba escenas del pasado. Kafka dormía más que nunca.
Una tarde, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té y el monitor encendido.
—¿Te has sentido más cerca de nosotros últimamente? —preguntó Clara.
—Sí. Como si estuviéramos hechos de todo lo que ya vivimos. Y eso me da paz.
—¿Y si un día olvidamos algo?
—Entonces lo volvemos a contar. Lo volvemos a dibujar. Lo volvemos a cantar.
Clara lo besó. No con urgencia. Con ternura. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.
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Y así, entre recuerdos en voz alta, celebraciones pequeñas y el amor que guarda, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con álbumes, con dibujos, con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.
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