Café con Sorpresa

Capítulo 30: Preguntas de futuro, mapas abiertos y el amor que guía

El niño tenía cuatro años y medio cuando Clara recibió el correo: “Proceso de inscripción para el ciclo escolar siguiente. Recomendamos elegir modalidad antes de fin de mes.” Lo leyó en voz baja. Julián la observó desde el piano. Kafka, desde su rincón, estornudó. Clara lo interpretó como una señal de que algo estaba por moverse.

—¿Ya tenemos que decidir? —preguntó ella.

—Parece que sí. Aunque él todavía está aprendiendo a atarse los zapatos.

—Y nosotros a soltar el miedo.

Julián la miró. Le tomó la mano. No la soltó.

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Durante los días siguientes, hablaron. No solo de escuelas. De ritmos. De valores. De lo que querían para su hijo. De lo que no sabían. De lo que les daba miedo.

El niño, sin saber del correo, empezó a decir cosas como “quiero aprender a leer solo” y “quiero saber cómo se hacen los arcoíris.” Clara lo escuchaba. Julián lo grababa. Kafka bostezaba.

Una tarde, Clara escribió:

> “Hoy sentí que el amor también guía. Que no siempre decide. Que a veces acompaña en la pregunta.”

Julián dejó una nota en la nevera:

> “Gracias por pensar conmigo. Incluso cuando no hay respuestas claras.”

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Visitaron dos escuelas. Una era estructurada, con horarios precisos y paredes blancas. La otra tenía rincones de lectura, huerta, y una sala de música con instrumentos que parecían juguetes. El niño dijo: “Aquí quiero quedarme. Aquí huele a dibujo.”

Clara lo miró. Julián lo abrazó. Kafka, en casa, dormía sobre una caja de crayones.

Esa noche, Clara dibujó una escena: el niño con una mochila, frente a un mapa sin líneas, con ellos dos detrás, sosteniendo brújulas. Lo tituló: “Guía compartida.”

Julián lo colgó en el pasillo. Lo llamó “nuestro norte suave.”

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Decidieron inscribirlo en la segunda escuela. No por comodidad. Por convicción. Por intuición. Por deseo de que el aprendizaje fuera también juego, pregunta, arte.

El día que enviaron la confirmación, el niño dijo: “Voy a aprender a leer, a cantar, y a cuidar plantas.” Clara lo abrazó. Julián lo besó en la frente. Kafka se retiró al armario, por protocolo.

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Los días siguientes fueron de preparación. Clara compró libros con letras grandes. Julián le enseñó canciones con palabras nuevas. El niño decía “quiero saber todo, pero no hoy.” Clara lo celebraba. Julián lo anotaba. Kafka lo toleraba.

Una tarde, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té y el monitor encendido.

—¿Te has sentido más segura con esta decisión? —preguntó Julián.

—Sí. Porque no la tomamos solos. La tomamos con él. Y eso cambia todo.

—¿Y si un día quiere cambiar?

—Entonces lo escuchamos. Lo acompañamos. Lo volvemos a decidir.

Julián la besó. No con urgencia. Con calma. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.

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Esa noche, Clara escribió:

> “Hoy entendí que el amor también se convierte en mapa. Que no siempre marca el camino. Que a veces solo señala el horizonte.”

Julián dejó una nota en la almohada:

> “Gracias por caminar conmigo. Incluso cuando no sabemos a dónde vamos.”

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Y así, entre preguntas de futuro, mapas abiertos y el amor que guía, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con brújulas, con mochilas pequeñas, con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.




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