Capítulo 33: Sueños compartidos, silencios llenos y el amor que acompaña
El niño tenía cinco años y dos meses cuando empezó a hablar de sus sueños. No de lo que quería ser, sino de lo que soñaba mientras dormía. “Soñé que volábamos en una casa con alas.” “Soñé que Kafka era un pez.” “Soñé que tú eras un árbol y me abrazabas con tus ramas.”
Clara lo escuchaba con los ojos húmedos. Julián lo grababa en su cuaderno de melodías. Kafka, desde su rincón, abría un ojo y volvía a dormirse.
—¿Te acuerdas de tus sueños? —le preguntó Clara una mañana.
—Algunos sí. Otros se escapan. Pero me dejan algo adentro.
Julián sonrió. Clara lo miró. Le tomó la mano. No la soltó.
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Durante las semanas siguientes, los sueños del niño se volvieron parte de la rutina. Al despertar, los contaba como si fueran cuentos. A veces eran alegres. A veces extraños. A veces tristes.
—Soñé que me perdía, pero tú me encontrabas. —Soñé que papá tocaba el piano en la luna. —Soñé que Kafka hablaba y me decía que todo iba a estar bien.
Clara los dibujaba. Julián los convertía en canciones. El niño los pegaba en la pared de su cuarto. Kafka se convertía, sin saberlo, en protagonista de una saga onírica.
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Una tarde, Clara escribió:
> “Hoy sentí que el amor también sueña. Que no siempre descansa. Que a veces viaja mientras dormimos.”
Julián dejó una nota en la nevera:
> “Gracias por soñar conmigo. Incluso cuando no estamos despiertos.”
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Clara y Julián también empezaron a hablar de sus propios sueños. No los nocturnos. Los otros. Los que habían quedado en pausa. Los que habían cambiado de forma. Los que seguían latiendo.
—A veces me imagino ilustrando un libro contigo —dijo Clara una noche.
—Y yo componiendo la música para leerlo en voz alta —respondió Julián.
—¿Y si lo hacemos?
—Entonces será nuestro próximo proyecto.
El niño, desde su habitación, gritó: “¡Y yo hago los personajes!” Kafka estornudó. Clara lo interpretó como un sí.
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Los días se volvieron más suaves. No por falta de movimiento. Por sincronía. Clara trabajaba en su estudio. Julián componía en el salón. El niño creaba en su rincón. Kafka dormía en el centro de todo.
Una tarde, Clara dibujó una escena: los tres en una nube, cada uno con los ojos cerrados, soñando en direcciones distintas, pero unidos por un hilo dorado. Lo tituló: “Complicidad silenciosa.”
Julián lo colgó en el pasillo. Lo llamó “nuestro pacto sin palabras.”
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El niño empezó a decir “me gusta cuando no hablamos, pero estamos juntos” y “el silencio también dice cosas.” Clara lo abrazaba. Julián lo anotaba. Kafka lo ignoraba.
Una noche, mientras el niño dormía y la casa estaba en calma, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té.
—¿Te has sentido más cerca últimamente? —preguntó Clara.
—Sí. Como si no necesitáramos tantas palabras. Como si bastara con estar.
—¿Y eso te asusta?
—Me da paz. Me hace sentir que estamos bien.
Clara lo besó. No con urgencia. Con ternura. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.
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Esa noche, Clara escribió:
> “Hoy entendí que el amor también se calla. Que no siempre explica. Que a veces solo respira a tu lado.”
Julián dejó una nota en la almohada:
> “Gracias por compartir el silencio. Incluso cuando hay tanto que decir.”
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Y así, entre sueños compartidos, silencios llenos y el amor que acompaña, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con cuentos al despertar, con miradas que no necesitan traducción, con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.
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