Café con Sorpresa

Capítulo 34: Casas posibles, raíces suaves y el amor que se planta

El niño tenía cinco años y cinco meses cuando Clara recibió el mensaje: “Se libera un espacio en la casa del barrio de los tilos. ¿Quieren visitarla?” Lo leyó en voz baja. Julián la observó desde el piano. Kafka, desde su rincón, estornudó. Clara lo interpretó como una señal de que algo estaba por moverse.

—¿Y si la visitamos? —preguntó ella.

—¿Y si nos gusta?

—¿Y si nos quedamos?

Julián la miró. Le tomó la mano. No la soltó.

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La casa era pequeña, con ventanas grandes y un jardín que parecía esperar historias. El niño corrió por los pasillos como si ya los conociera. Dijo: “Aquí podríamos vivir. Aquí podríamos quedarnos.” Kafka se instaló en el porche sin pedir permiso.

Clara caminó por la cocina. Julián probó la acústica del salón. El niño encontró una piedra en el jardín y la llamó “mi piedra de pensar.”

Esa noche, Clara escribió:

> “Hoy sentí que el amor también se planta. Que no siempre se mueve. Que a veces busca tierra.”

Julián dejó una nota en la nevera:

> “Gracias por imaginar raíces conmigo. Incluso cuando aún no sabemos si crecerán.”

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Durante los días siguientes, hablaron. No solo de mudanza. De pertenencia. De espacio. De lo que significa elegir un lugar para quedarse. El niño decía “quiero una casa con sombra” y “quiero que Kafka tenga su rincón.” Clara lo escuchaba. Julián lo anotaba. Kafka lo ignoraba.

Una tarde, Clara dibujó una escena: los tres plantando una semilla en el jardín de la casa nueva, con Kafka observando desde una rama. Lo tituló: “Raíces suaves.”

Julián lo colgó en el pasillo. Lo llamó “nuestro bosque en miniatura.”

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Decidieron aceptar. No por impulso. Por intuición. Por deseo de que el hogar fuera también elección. Clara empezó a empacar libros. Julián guardó partituras. El niño envolvió sus piedras y sus dibujos. Kafka se metió en una caja por accidente.

El día que firmaron los papeles, el niño dijo: “Ahora esta casa es nuestra. Pero también nosotros somos de ella.” Clara lo abrazó. Julián lo besó en la frente. Kafka se retiró al armario, por protocolo.

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La mudanza fue lenta. No por desorden. Por cuidado. Clara etiquetaba cada caja con palabras como “cosas que nos hacen reír” y “cosas que nos hacen pensar.” Julián organizaba los objetos por melodía. El niño decía “esto va en mi rincón de secretos.” Kafka supervisaba desde lo alto de una estantería.

Una tarde, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té y el monitor encendido.

—¿Te has sentido más en casa últimamente? —preguntó Julián.

—Sí. Porque ahora sé que el hogar no es donde estamos. Es donde elegimos estar.

—¿Y eso te asusta?

—Me da fuerza. Me da raíz.

Julián la besó. No con urgencia. Con ternura. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.

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Esa noche, Clara escribió:

> “Hoy entendí que el amor también se planta. Que no siempre se mueve. Que a veces se queda para crecer.”

Julián dejó una nota en la almohada:

> “Gracias por quedarte conmigo. Incluso cuando el mundo ofrece caminos nuevos.”

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Los días siguientes fueron de adaptación. Clara colgó sus ilustraciones. Julián afinó su teclado. El niño exploró cada rincón como si fuera un mapa secreto. Kafka eligió el alféizar como trono.

Una tarde, el niño dijo:

—Esta casa huele a nosotros.

Clara lo miró. Julián lo abrazó. Kafka estornudó. Clara lo interpretó como aprobación definitiva.

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Y así, entre casas posibles, raíces suaves y el amor que se planta, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con piedras envueltas, con ventanas abiertas, con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.




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