Café con Sorpresa

Capítulo 37: Sentimientos nuevos, lazos visibles y el amor que se nombra

El niño tenía casi seis años cuando, una tarde cualquiera, mientras merendaban en la cocina, dijo:
—Hoy sentí algo raro en el pecho.
Clara dejó la taza sobre la mesa. Julián levantó la vista desde su cuaderno de acordes. Kafka, desde su rincón, estornudó. Clara lo interpretó como una señal de que algo importante estaba por decirse.

—¿Raro cómo? —preguntó ella.

—Como cuando quiero reír y llorar al mismo tiempo. Fue cuando Lía me dijo que me iba a extrañar si no iba mañana.

Julián sonrió. Clara lo miró. Le tomó la mano. No la soltó.

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Durante los días siguientes, el niño empezó a hablar más de lo que sentía por los demás.
—Mateo me hace reír, pero a veces me cansa.
—La maestra me gusta porque huele a pan.
—Lía me mira como si supiera lo que estoy pensando.

Clara lo escuchaba con atención. Julián lo anotaba. Kafka bostezaba con elegancia.

Una tarde, Clara escribió:

> “Hoy sentí que el amor también se nombra. Que no siempre se adivina. Que a veces se dice en voz baja.”

Julián dejó una nota en la nevera:

> “Gracias por enseñarme a escuchar lo que no sabía que quería oír.”

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El niño empezó a hacer dibujos con dos figuras tomadas de la mano. A veces eran él y Lía. A veces eran él y Kafka. A veces eran figuras sin rostro, pero con corazones grandes.
—¿Quiénes son? —preguntó Clara.
—Gente que se quiere. Aunque no siempre lo dice.

Clara lo abrazó. Julián lo acompañó con una melodía suave. Kafka se subió al respaldo del sofá como si entendiera.

Una tarde, Clara dibujó una escena: el niño con los ojos cerrados, rodeado de hilos que lo conectaban con otras personas, cada hilo de un color distinto. Lo tituló: “Lazos visibles.”

Julián lo colgó en el pasillo. Lo llamó “nuestro mapa emocional.”

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En casa, empezaron a hablar más de lo que sentían. No solo con palabras. Con gestos. Con silencios. Con miradas. Clara decía “hoy estoy cansada, pero feliz.” Julián decía “me siento torpe, pero cerca.” El niño decía “hoy quiero estar con ustedes, pero sin hablar.” Kafka se acurrucaba cerca de quien más lo necesitaba.

Una noche, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té y el monitor encendido.

—¿Te has sentido más conectada últimamente? —preguntó Julián.

—Sí. Como si estuviéramos aprendiendo a decir lo que antes solo intuíamos.

—¿Y eso te asusta?

—Me da claridad. Me da ternura.

Julián la besó. No con urgencia. Con ternura. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.

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Esa noche, Clara escribió:

> “Hoy entendí que el amor también se aprende a decir. Que no siempre se sobreentiende. Que a veces necesita ser nombrado.”

Julián dejó una nota en la almohada:

> “Gracias por decirme lo que sientes. Incluso cuando no es fácil.”

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Los días siguientes fueron más conscientes. Clara trabajaba con más pausa. Julián componía con más intención. El niño preguntaba “¿cómo te sientes hoy?” con la naturalidad de quien sabe que preguntar también es amar. Kafka dormía más cerca de todos.

Una tarde, el niño dijo:

—Creo que cuando uno quiere a alguien, también quiere saber si está bien.

Clara lo miró con los ojos húmedos. Julián lo abrazó. Kafka estornudó. Clara lo interpretó como un aplauso discreto.

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Y así, entre sentimientos nuevos, lazos visibles y el amor que se nombra, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con preguntas suaves, con dibujos de corazones, con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.




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