Café con Sorpresa

Capítulo 42: Miedos suaves, cambios grandes y el amor que refugia

El niño tenía seis años y ocho meses cuando, al ver que Clara guardaba libros en una caja, preguntó:
—¿Nos vamos otra vez?
Clara lo miró con ternura. Julián levantó la vista desde el piano. Kafka, desde su rincón, estornudó. Clara lo interpretó como una señal de que algo delicado estaba por abrirse.

—No nos vamos. Solo estamos ordenando.
—¿Y si un día sí nos vamos?
—Entonces lo hablaremos juntos.

Julián se acercó. Le tomó la mano. No la soltó.

Durante los días siguientes, el niño empezó a hablar más de lo que le daba miedo.
—Me da miedo que se olviden de mí.
—Me da miedo que Kafka se pierda.
—Me da miedo que un día no estemos todos.

Clara lo escuchaba sin interrumpir. Julián lo anotaba con cuidado. Kafka bostezaba con solemnidad.

Una tarde, Clara escribió:

> “Hoy sentí que el amor también refugia. Que no siempre resuelve. Que a veces solo abraza el miedo.”

Julián dejó una nota en la nevera:

> “Gracias por quedarte cerca. Incluso cuando no hay respuestas.”

El cambio externo llegó sin aviso. La calle donde vivían entró en remodelación. Ruido, polvo, obreros. El jardín del niño cerró por reformas. Clara tuvo que trasladar su estudio. Julián perdió temporalmente su espacio de ensayo.

El niño dijo:
—Todo se está moviendo.
Clara respondió:
—Sí. Pero nosotros seguimos juntos.

Julián lo abrazó. Kafka se escondió debajo del sofá.

Una tarde, Clara dibujó una escena: los tres dentro de una casa que flotaba sobre una ciudad en obras, con Kafka en una nube. Lo tituló: “Refugio compartido.”

Julián lo colgó en el pasillo. Lo llamó “nuestro lugar que no se cae.”

El niño empezó a decir “me siento raro” y “no sé si estoy triste o confundido.” Clara lo abrazaba sin apurar. Julián lo acompañaba con melodías sin letra. Kafka lo ignoraba, por protocolo.

Una noche, mientras el niño dormía y la casa vibraba por las máquinas de la calle, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té.

—¿Te has sentido más frágil últimamente? —preguntó Julián.

—Sí. Como si todo lo externo nos empujara a mirar hacia adentro.

—¿Y eso te asusta?

—Me da profundidad. Me da refugio.

Julián la besó. No con urgencia. Con ternura. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.

Esa noche, Clara escribió:

> “Hoy entendí que el amor también se convierte en techo. Que no siempre brilla. Que a veces cubre.”

Julián dejó una nota en la almohada:

> “Gracias por protegernos. Incluso cuando no sabías que lo hacías.”

Los días siguientes fueron más lentos. Clara trabajaba entre cajas. Julián componía con auriculares. El niño dibujaba casas con alas. Kafka dormía más cerca de todos.

Una tarde, el niño dijo:

—Creo que tener miedo no es malo. Es como tener frío. Solo hay que buscar abrigo.

Clara lo miró con los ojos húmedos. Julián lo abrazó. Kafka estornudó. Clara lo interpretó como una ovación silenciosa.

Organizaron una tarde de refugio. No una fiesta. Una pausa. Clara cocinó sopa. Julián tocó música suave. El niño preparó mantas y escribió carteles que decían “aquí se puede descansar”, “aquí no hay prisa”, “aquí se puede tener miedo.”

Invitaron a dos vecinos. Nadie habló mucho. Pero todos se quedaron más tiempo del que pensaban.

Una mujer dijo:
—Gracias por este espacio. No sabía que lo necesitaba.

El niño respondió:
—Yo tampoco. Pero ahora sé que sí.

Esa noche, Clara dibujó una escena: los tres en una habitación con paredes de tela, luz tenue, y palabras flotando como estrellas. Lo tituló: “Miedos suaves.”

Julián lo colgó en la cocina. Lo llamó “nuestro abrigo invisible.”

El niño empezó a preguntar “¿qué te da miedo a ti?” y “¿cómo se hace para no esconderlo?” Clara respondía con dibujos. Julián con melodías. A veces decían “no lo sé” con la honestidad de quien también tiembla.

Una tarde, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té y el monitor encendido.

—¿Te has sentido más cerca de tus miedos? —preguntó Julián.

—Sí. Como si dejar de esconderlos los hiciera más pequeños.

—¿Y eso te asusta?

—Me da ternura. Me da verdad.

Julián la besó. No con urgencia. Con ternura. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.

Y así, entre miedos suaves, cambios grandes y el amor que refugia, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con mantas, con carteles que dicen “aquí se puede descansar”, con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.




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