El niño tenía siete años recién cumplidos cuando, mientras dibujaba en el suelo del salón, dijo:
—Estoy haciendo un mapa de lo que todavía no pasó.
Clara lo miró desde la cocina. Julián levantó la vista desde el piano. Kafka, desde su rincón, estornudó. Clara lo interpretó como una señal de que algo estaba por desplegarse.
—¿Y cómo se dibuja lo que no pasó? —preguntó ella.
—Con líneas que no terminan. Y con colores que todavía no existen.
Julián sonrió. Clara lo miró. Le tomó la mano. No la soltó.
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Durante los días siguientes, el niño empezó a hablar más de lo que imaginaba.
—Imagino que un día vamos a vivir en una casa que cambia de forma.
—Imagino que Kafka va a aprender a escribir.
—Imagino que ustedes van a hacer un libro que se puede escuchar.
Clara lo escuchaba con atención. Julián lo anotaba. Kafka bostezaba con elegancia.
Una tarde, Clara escribió:
> “Hoy sentí que el amor también proyecta. Que no siempre recuerda. Que a veces se lanza hacia lo que no existe.”
Julián dejó una nota en la nevera:
> “Gracias por imaginar conmigo. Incluso cuando no sabemos cómo se verá.”
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Clara recibió una propuesta para ilustrar una serie de cuentos sobre futuros posibles. Julián fue invitado a componer música para una exposición interactiva. El niño dijo:
—¿Y si hacemos algo juntos que no se parezca a nada?
—¿Como qué? —preguntó Clara.
—Como una historia que se cuenta con dibujos, sonidos y olores.
La casa se llenó de ideas, bocetos, acordes, y frascos con esencias. Todo parecía en movimiento. Todo parecía en invención.
Una tarde, Clara dibujó una escena: los tres en una habitación sin paredes, rodeados de formas flotantes, con Kafka en el centro, coronado por una nube de perfume. Lo tituló: “Comienzos suaves.”
Julián lo colgó en el pasillo. Lo llamó “nuestro laboratorio invisible.”
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El niño empezó a decir “quiero hacer cosas que no existan todavía” y “no quiero copiar, quiero inventar.” Clara lo celebraba. Julián lo acompañaba con melodías sin final. Kafka lo ignoraba, por protocolo.
Una noche, mientras el niño dormía y la casa estaba en calma, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té.
—¿Te has sentido más abierta últimamente? —preguntó Julián.
—Sí. Como si estuviéramos dejando que lo nuevo nos encuentre. No por necesidad. Por deseo.
—¿Y eso te asusta?
—Me da impulso. Me da aire.
Julián la besó. No con urgencia. Con ternura. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.
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Esa noche, Clara escribió:
> “Hoy entendí que el amor también se convierte en posibilidad. Que no siempre se basa en lo que fue. Que a veces se construye desde lo que podría ser.”
Julián dejó una nota en la almohada:
> “Gracias por imaginar sin miedo. Incluso cuando no hay mapa.”
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Los días siguientes fueron más livianos. Clara trabajaba con entusiasmo. Julián componía con alegría. El niño creaba con libertad. Kafka dormía más cerca de todos.
Una tarde, el niño dijo:
—Creo que inventar es como sembrar. No sabes qué va a crecer, pero igual lo haces.
Clara lo miró con los ojos húmedos. Julián lo abrazó. Kafka estornudó. Clara lo interpretó como una ovación silenciosa.
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Organizaron una jornada de creación compartida. No una exposición. Una invitación. Clara colgó bocetos en el jardín. Julián tocó música que respondía a los dibujos. El niño repartió papeles en blanco con la frase “esto es para lo que todavía no existe.” Kafka se escondió en una caja decorada con signos de interrogación.
Durante la jornada, no hubo instrucciones. Solo espacio. Solo impulso. Solo presencia.
Una niña dijo:
—Nunca había inventado algo sin saber qué era.
Un adulto dijo:
—Esto me hizo recordar que imaginar también es cuidar.
El niño dijo:
—Gracias por venir. Y por crear sin saber cómo.
Clara lo abrazó. Julián lo besó en la frente. Kafka se subió al respaldo del sofá como si entendiera.
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Esa noche, Clara dibujó una escena: los tres en medio de una ronda de personas, cada una con una idea flotando sobre la cabeza. Lo tituló: “Imaginaciones abiertas.”
Julián lo colgó en la cocina. Lo llamó “nuestro semillero invisible.”
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El niño empezó a preguntar “¿qué te gustaría inventar?” y “¿qué no existe pero debería?” Clara respondía con dibujos. Julián con melodías. A veces decían “no lo sé” con la honestidad de quien aún está soñando.
Una tarde, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té y el monitor encendido.
—¿Te has sentido más cerca de lo que podría ser? —preguntó Julián.
—Sí. Como si estuviéramos aprendiendo a mirar hacia adelante con ternura.
—¿Y eso te asusta?
—Me da sentido. Me da impulso.
Julián la besó. No con urgencia. Con ternura. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.
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Y así, entre imaginaciones abiertas, comienzos suaves y el amor que proyecta, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con papeles en blanco, con melodías que responden a dibujos, con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.
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