Café con Sorpresa

Capítulo 45: Silencios buscados, pausas necesarias y el amor que descansa

El niño tenía siete años y dos meses cuando, al volver del jardín, dejó su mochila en el suelo y dijo:
—Hoy no quiero hacer nada. Solo estar.
Clara lo miró desde la cocina. Julián levantó la vista desde el piano. Kafka, desde su rincón, estornudó. Clara lo interpretó como una señal de que algo estaba pidiendo espacio.

—¿Estar cómo? —preguntó ella.

—Estar sin hablar. Sin pensar. Solo estar.

Julián se acercó. Le tomó la mano. No la soltó.

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Durante los días siguientes, el niño empezó a hablar más de lo que necesitaba para descansar.
—Me gusta cuando no hay ruido.
—Me gusta cuando nadie me pregunta cosas.
—Me gusta cuando Kafka se queda cerca sin hacer nada.

Clara lo escuchaba con atención. Julián lo anotaba. Kafka bostezaba con elegancia.

Una tarde, Clara escribió:

> “Hoy sentí que el amor también descansa. Que no siempre impulsa. Que a veces se detiene.”

Julián dejó una nota en la nevera:

> “Gracias por quedarte quieta conmigo. Incluso cuando el mundo sigue girando.”

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Clara y Julián empezaron a hablar más de sus propias pausas.
—A veces siento que necesito no pensar —dijo Clara.
—Y yo que necesito no decidir —respondió Julián.

El niño escuchaba desde su rincón. Kafka dormía sobre sus pies.

Una tarde, Clara dibujó una escena: los tres en una habitación sin objetos, sin colores fuertes, con una luz suave y una alfombra amplia. Lo tituló: “Silencios buscados.”

Julián lo colgó en el pasillo. Lo llamó “nuestro refugio sin palabras.”

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El niño empezó a decir “hoy quiero que el día dure más, pero sin hacer cosas” y “el silencio también es una forma de estar juntos.” Clara lo celebraba. Julián lo acompañaba con melodías sin letra. Kafka lo ignoraba, por protocolo.

Una noche, mientras el niño dormía y la casa estaba en calma, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té.

—¿Te has sentido más en pausa últimamente? —preguntó Julián.

—Sí. Como si estuviéramos aprendiendo a no llenar cada espacio. No por cansancio. Por respeto.

—¿Y eso te asusta?

—Me da ternura. Me da aire.

Julián la besó. No con urgencia. Con ternura. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.

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Esa noche, Clara escribió:

> “Hoy entendí que el amor también se convierte en pausa. Que no siempre se mueve. Que a veces se queda para respirar.”

Julián dejó una nota en la almohada:

> “Gracias por no apurarme. Incluso cuando todo parece urgente.”

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Los días siguientes fueron más lentos. Clara trabajaba con más espacio entre tareas. Julián componía sin prisa. El niño dibujaba escenas sin personajes. Kafka dormía más cerca de todos.

Una tarde, el niño dijo:

—Creo que descansar no es dejar de hacer. Es hacer menos, con más calma.

Clara lo miró con los ojos húmedos. Julián lo abrazó. Kafka estornudó. Clara lo interpretó como una ovación silenciosa.

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Organizaron una jornada de pausa compartida. No una fiesta. Una tregua. Clara apagó el teléfono. Julián cerró el piano. El niño preparó carteles que decían “hoy no hay que hacer nada”, “hoy se puede estar sin hablar”, “hoy se puede dormir sin culpa.” Kafka se escondió en una caja decorada con nubes.

Durante la jornada, no hubo actividades. Solo presencia. Solo descanso. Solo compañía.

Una mujer dijo:
—Gracias por este espacio. Me olvidé de cómo se siente no hacer nada.

Un niño dijo:
—Hoy no me aburrí. Me sentí tranquilo.

El niño dijo:
—Gracias por venir. Y por no traer cosas.

Clara lo abrazó. Julián lo besó en la frente. Kafka se subió al respaldo del sofá como si entendiera.

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Esa noche, Clara dibujó una escena: los tres en una nube baja, con los ojos cerrados, rodeados de palabras suaves como “calma”, “quietud”, “presencia.” Lo tituló: “Pausas necesarias.”

Julián lo colgó en la cocina. Lo llamó “nuestro descanso compartido.”

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El niño empezó a preguntar “¿cuándo fue la última vez que no hiciste nada?” y “¿cómo se siente estar sin apuro?” Clara respondía con dibujos. Julián con melodías. A veces decían “no lo sé” con la honestidad de quien también está aprendiendo.

Una tarde, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té y el monitor encendido.

—¿Te has sentido más cerca de lo que importa? —preguntó Julián.

—Sí. Como si el silencio nos estuviera enseñando a mirar distinto.

—¿Y eso te asusta?

—Me da sentido. Me da ternura.

Julián la besó. No con urgencia. Con ternura. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.

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Y así, entre silencios buscados, pausas necesarias y el amor que descansa, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con carteles que dicen “hoy no hay que hacer nada”, con nubes bajas, con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.




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