Café con Sorpresa

Capítulo 46: Preguntas nuevas, descubrimientos lentos y el amor que se asombra

El niño tenía siete años y cinco meses cuando, mientras hojeaba un cuaderno viejo de Clara, dijo:
—No sabía que tú también te sentías sola a veces.
Clara se detuvo. Julián levantó la vista desde el piano. Kafka, desde su rincón, estornudó. Clara lo interpretó como una señal de que algo estaba por abrirse.

—¿Dónde leíste eso? —preguntó ella.

—En una nota que escribiste. Decía “hoy me sentí sola, pero no triste”.

Julián se acercó. Le tomó la mano. No la soltó.

Durante los días siguientes, el niño empezó a hablar más de lo que no sabía de ellos.
—No sabía que papá tuvo miedo antes de tocar en público.
—No sabía que tú dibujabas cuando estabas triste.
—No sabía que Kafka llegó cuando ustedes no sabían si querían tener un gato.

Clara lo escuchaba con atención. Julián lo anotaba. Kafka bostezaba con elegancia.

Una tarde, Clara escribió:

> “Hoy sentí que el amor también se asombra. Que no siempre enseña. Que a veces se deja descubrir.”

Julián dejó una nota en la nevera:

> “Gracias por dejar que nos conozca. Incluso en lo que no sabíamos que era visible.”

Clara y Julián empezaron a compartir más cosas del pasado. No por nostalgia. Por apertura.
—Este dibujo lo hice cuando no sabía si seguir —dijo Clara.
—Esta canción la compuse cuando no sabía si volver —dijo Julián.

El niño escuchaba desde su rincón. Kafka dormía sobre sus pies.

Una tarde, Clara dibujó una escena: los tres en una mesa, con objetos del pasado flotando sobre ellos, y Kafka en el centro, rodeado de interrogantes suaves. Lo tituló: “Descubrimientos lentos.”

Julián lo colgó en el pasillo. Lo llamó “nuestro museo invisible.”

El niño empezó a decir “me gusta saber cosas que no sabía” y “creo que ustedes también están creciendo.” Clara lo celebraba. Julián lo acompañaba con melodías sin letra. Kafka lo ignoraba, por protocolo.

Una noche, mientras el niño dormía y la casa estaba en calma, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té.

—¿Te has sentido más vista últimamente? —preguntó Julián.

—Sí. Como si él estuviera aprendiendo a mirar más allá de lo que hacemos.

—¿Y eso te asusta?

—Me da ternura. Me da verdad.

Julián la besó. No con urgencia. Con ternura. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.

Esa noche, Clara escribió:

> “Hoy entendí que el amor también se convierte en curiosidad. Que no siempre se da por hecho. Que a veces se pregunta.”

Julián dejó una nota en la almohada:

> “Gracias por dejar que nos pregunten. Incluso cuando no sabemos cómo responder.”

Los días siguientes fueron más abiertos. Clara trabajaba con más pausa. Julián componía con más intención. El niño preguntaba con más profundidad. Kafka dormía más cerca de todos.

Una tarde, el niño dijo:

—Creo que conocer a alguien no termina nunca. Es como leer un libro que se sigue escribiendo.

Clara lo miró con los ojos húmedos. Julián lo abrazó. Kafka estornudó. Clara lo interpretó como una ovación silenciosa.

Organizaron una jornada de preguntas compartidas. No una entrevista. Una exploración. Clara escribió preguntas en papeles: “¿Qué te hace sentir fuerte?”, “¿Qué te gustaría que otros supieran de ti?” Julián escribió otras: “¿Qué te da vergüenza?”, “¿Qué te hace sentir en casa?” El niño escribió: “¿Qué no sabías de ti hasta ahora?” Kafka se escondió en una caja decorada con signos de interrogación.

Durante la jornada, no hubo respuestas perfectas. Solo presencia. Solo escucha. Solo verdad.

Una mujer dijo:
—Nunca me había preguntado qué me hace sentir vista.

Un niño dijo:
—Hoy entendí que todos tienen cosas que no dicen.

El niño dijo:
—Gracias por venir. Y por preguntar sin miedo.

Clara lo abrazó. Julián lo besó en la frente. Kafka se subió al respaldo del sofá como si entendiera.

Esa noche, Clara dibujó una escena: los tres en medio de una ronda de personas, cada una con una pregunta flotando sobre la cabeza. Lo tituló: “Preguntas nuevas.”

Julián lo colgó en la cocina. Lo llamó “nuestro mapa de lo que falta.”

El niño empezó a preguntar “¿qué te gustaría que yo supiera de ti?” y “¿qué aprendiste de ti esta semana?” Clara respondía con dibujos. Julián con melodías. A veces decían “no lo sé” con la honestidad de quien también está descubriendo.

Una tarde, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té y el monitor encendido.

—¿Te has sentido más cerca de ti misma? —preguntó Julián.

—Sí. Como si él nos estuviera ayudando a vernos con más ternura.

—¿Y eso te asusta?

—Me da sentido. Me da raíz.

Julián la besó. No con urgencia. Con ternura. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.

Y así, entre preguntas nuevas, descubrimientos lentos y el amor que se asombra, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con notas encontradas, con preguntas escritas en papel, con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.




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