El niño tenía ocho años y seis meses cuando, mientras miraba por la ventana sin decir nada, dijo:
—Hay cosas que no entiendo, pero no me asustan.
Clara lo miró desde la cocina. Julián levantó la vista desde el piano. Kafka, desde su rincón, estornudó. Clara lo interpretó como una señal de que algo estaba abriéndose sin prisa.
—¿Qué cosas? —preguntó ella.
—Como por qué a veces me siento triste sin saber por qué. O por qué ustedes se miran sin hablar.
Julián se acercó. Le tomó la mano. No la soltó.
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Durante los días siguientes, el niño empezó a hablar más de lo que no entendía.
—No entiendo cómo funciona el tiempo.
—No entiendo por qué hay días que parecen más pesados.
—No entiendo cómo Kafka sabe cuándo quedarse cerca.
Clara lo escuchaba con atención. Julián lo anotaba. Kafka bostezaba con elegancia.
Una tarde, Clara escribió:
> “Hoy sentí que el amor también confía. Que no siempre explica. Que a veces acompaña sin entender.”
Julián dejó una nota en la nevera:
> “Gracias por quedarte cerca. Incluso cuando no hay respuestas.”
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Clara y Julián empezaron a hablar más de lo que aún no sabían. No por inseguridad. Por honestidad.
—No sé si esta etapa va a durar mucho —dijo Clara.
—Y yo no sé si estoy cambiando o volviendo —respondió Julián.
El niño escuchaba desde su rincón. Kafka dormía sobre sus pies.
Una tarde, Clara dibujó una escena: los tres en una habitación sin techo, con estrellas flotando sobre ellos, y Kafka en el centro, rodeado de signos de interrogación suaves. Lo tituló: “Lo que se intuye.”
Julián lo colgó en el pasillo. Lo llamó “nuestro cielo sin mapa.”
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El niño empezó a decir “no saber también es saber algo” y “creo que confiar es como caminar con los ojos cerrados, pero con alguien que te guía.” Clara lo celebraba. Julián lo acompañaba con melodías sin letra. Kafka lo ignoraba, por protocolo.
Una noche, mientras el niño dormía y la casa estaba en calma, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té.
—¿Te has sentido más abierta a lo incierto? —preguntó Julián.
—Sí. Como si estuviéramos aprendiendo a vivir sin certezas. No por resignación. Por amor.
—¿Y eso te asusta?
—Me da ternura. Me da aire.
Julián la besó. No con urgencia. Con ternura. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.
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Esa noche, Clara escribió:
> “Hoy entendí que el amor también se convierte en confianza. Que no siempre sabe. Que a veces simplemente está.”
Julián dejó una nota en la almohada:
> “Gracias por caminar conmigo. Incluso cuando no sabemos hacia dónde.”
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Los días siguientes fueron más silenciosos. Clara trabajaba con más pausa. Julián componía con más intención. El niño dibujaba escenas donde los caminos no tenían destino. Kafka dormía más cerca de todos.
Una tarde, el niño dijo:
—Creo que no entender algo no significa que esté mal. Solo que todavía no se ha dicho.
Clara lo miró con los ojos húmedos. Julián lo abrazó. Kafka estornudó. Clara lo interpretó como una ovación silenciosa.
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Organizaron una jornada de apertura compartida. No una charla. Una escucha. Clara colgó frases que decían “esto aún no lo sé”, “esto aún no lo entiendo”, “esto aún no lo puedo decir.” Julián tocó melodías que no tenían final. El niño repartió papeles en blanco con la frase “esto está por descubrirse.” Kafka se escondió en una caja decorada con puntos suspensivos.
Durante la jornada, no hubo explicaciones. Solo presencia. Solo silencio. Solo ternura.
Una mujer dijo:
—Nunca me había permitido decir “no sé” sin sentir vergüenza.
Un niño dijo:
—Hoy entendí que no saber también es parte de crecer.
El niño dijo:
—Gracias por venir. Y por no tener respuestas.
Clara lo abrazó. Julián lo besó en la frente. Kafka se subió al respaldo del sofá como si entendiera.
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Esa noche, Clara dibujó una escena: los tres en medio de una ronda de personas, cada una con una nube sobre la cabeza, dentro de la cual flotaban palabras como “quizás”, “todavía”, “algún día.” Lo tituló: “Lo que no se sabe.”
Julián lo colgó en la cocina. Lo llamó “nuestro diccionario abierto.”
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El niño empezó a preguntar “¿qué no sabes de ti?” y “¿qué te gustaría entender algún día?” Clara respondía con dibujos. Julián con melodías. A veces decían “no lo sé” con la honestidad de quien también está aprendiendo a esperar.
Una tarde, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té y el monitor encendido.
—¿Te has sentido más cerca de lo que no se ve? —preguntó Julián.
—Sí. Como si estuviéramos aprendiendo a confiar en lo que aún no se muestra.
—¿Y eso te asusta?
—Me da sentido. Me da ternura.
Julián la besó. No con urgencia. Con ternura. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.
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Y así, entre lo que no se sabe, lo que se intuye y el amor que confía, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con papeles en blanco, con melodías sin final, con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.
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