El niño tenía nueve años recién cumplidos cuando, mientras miraba el cielo desde el balcón, dijo:
—Creo que el futuro no está lejos. Solo está esperando que lo miremos.
Clara lo miró desde la cocina. Julián levantó la vista desde el piano. Kafka, desde su rincón, estornudó. Clara lo interpretó como una señal de que algo estaba por abrirse hacia adelante.
—¿Y cómo se mira el futuro? —preguntó ella.
—Como se mira una semilla. Sin saber qué será, pero sabiendo que algo va a crecer.
Julián sonrió. Clara lo miró. Le tomó la mano. No la soltó.
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Durante los días siguientes, el niño empezó a hablar más de lo que imaginaba para el futuro.
—Imagino que un día voy a escribir un libro sin palabras.
—Imagino que Kafka va a tener una casa con ventanas redondas.
—Imagino que ustedes van a seguir cerca, aunque todo cambie.
Clara lo escuchaba con atención. Julián lo anotaba. Kafka bostezaba con elegancia.
Una tarde, Clara escribió:
> “Hoy sentí que el amor también avanza. Que no siempre espera. Que a veces camina hacia lo que aún no existe.”
Julián dejó una nota en la nevera:
> “Gracias por soñar conmigo. Incluso cuando no sabemos cómo será.”
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Clara y Julián empezaron a hablar más de lo que deseaban para lo que vendría. No por ansiedad. Por impulso.
—Quiero seguir dibujando lo que no tiene forma —dijo Clara.
—Y yo quiero seguir tocando lo que aún no tiene sonido —respondió Julián.
El niño escuchaba desde su rincón. Kafka dormía sobre sus pies.
Una tarde, Clara dibujó una escena: los tres en una colina, mirando un horizonte lleno de puertas abiertas, y Kafka en el centro, rodeado de caminos que se bifurcan. Lo tituló: “Lo que se sueña.”
Julián lo colgó en el pasillo. Lo llamó “nuestro mapa sin destino fijo.”
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El niño empezó a decir “el futuro no es después, es ahora que empieza” y “creo que avanzar es como abrir ventanas sin saber qué hay detrás.” Clara lo celebraba. Julián lo acompañaba con melodías sin letra. Kafka lo ignoraba, por protocolo.
Una noche, mientras el niño dormía y la casa estaba en calma, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té.
—¿Te has sentido más cerca de lo que vendrá? —preguntó Julián.
—Sí. Como si estuviéramos aprendiendo a caminar sin miedo. No por certeza. Por deseo.
—¿Y eso te asusta?
—Me da impulso. Me da aire.
Julián la besó. No con urgencia. Con ternura. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.
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Esa noche, Clara escribió:
> “Hoy entendí que el amor también se convierte en movimiento. Que no siempre se queda. Que a veces se lanza.”
Julián dejó una nota en la almohada:
> “Gracias por avanzar conmigo. Incluso cuando no hay mapa.”
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Los días siguientes fueron más livianos. Clara trabajaba con entusiasmo. Julián componía con alegría. El niño creaba con libertad. Kafka dormía más cerca de todos.
Una tarde, el niño dijo:
—Creo que el futuro también necesita que lo cuidemos. Como una idea que aún no se ha dicho.
Clara lo miró con los ojos húmedos. Julián lo abrazó. Kafka estornudó. Clara lo interpretó como una ovación silenciosa.
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Organizaron una jornada de impulso compartido. No una planificación. Una invitación. Clara colgó dibujos de puertas abiertas. Julián tocó melodías que parecían avanzar sin final. El niño repartió papeles en blanco con la frase “esto es para lo que aún no existe.” Kafka se escondió en una caja decorada con flechas suaves.
Durante la jornada, no hubo instrucciones. Solo espacio. Solo impulso. Solo presencia.
Una mujer dijo:
—Nunca había pensado en el futuro como algo que también se puede cuidar.
Un niño dijo:
—Hoy entendí que imaginar también es construir.
El niño dijo:
—Gracias por venir. Y por caminar hacia lo que no sabemos.
Clara lo abrazó. Julián lo besó en la frente. Kafka se subió al respaldo del sofá como si entendiera.
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Esa noche, Clara dibujó una escena: los tres en medio de una ronda de personas, cada una con una llave en la mano, frente a puertas que aún no se habían abierto. Lo tituló: “Lo que vendrá.”
Julián lo colgó en la cocina. Lo llamó “nuestro porvenir compartido.”
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El niño empezó a preguntar “¿qué te gustaría que pasara sin que lo esperes?” y “¿qué parte de ti quiere avanzar?” Clara respondía con dibujos. Julián con melodías. A veces decían “no lo sé” con la honestidad de quien también está aprendiendo a imaginar.
Una tarde, Clara y Julián se sentaron en el balcón con té y el monitor encendido.
—¿Te has sentido más cerca de lo que aún no es? —preguntó Julián.
—Sí. Como si estuviéramos aprendiendo a confiar en lo que aún no se ha dicho.
—¿Y eso te asusta?
—Me da sentido. Me da ternura.
Julián la besó. No con urgencia. Con ternura. Como quien reconoce lo que sigue siendo suyo.
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Y así, entre lo que vendrá, lo que se sueña y el amor que avanza sin prisa, Clara comprendió que el amor no siempre llega en forma de promesas perfectas. A veces llega con papeles en blanco, con melodías que caminan, con una mano que no te suelta, incluso cuando todo cambia.
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