Calienta mi Corazón

Capítulo Ocho

            Cierro la puerta de mi habitación, voy directo al cuarto de baño, me desnudo y me doy una larga ducha. Este día me ha dejado total y absolutamente exhausta. Y pensar que sólo es el primer día...

            Tras el recorrido por el hotel, A.J. y yo nos refrescamos un poco y deshicimos nuestros equipajes. Soy maniática, odio que cualquiera manosee mi ropa, en especial si son prendas íntimas, así que lo hice yo misma. Además, ¿para qué ocupar a los ya ocupadísimos empleados con algo que puedo hacer yo?

            Dos horas después, nos reunimos en el salón del apartamento familiar que compartiríamos. Es una estancia llena de calidez, con sus pisos de madera clara, alfombras y sofás de color blanco roto y ornamentos de distintos tamaños y colores a tono con la chimenea de piedra, el piso y las paredes de un amarillo pálido que parece casi blanco. Allí, establecimos nuestro —meticuloso, que a A.J. no se le escapó el más mínimo detalle— plan de acción para los próximos seis días; comenzaríamos con el inventario de todos los establecimientos que componen el complejo, luego supervisaremos los trabajos de construcción que quedan por terminar y, por último, nos haríamos cargo de las diez pistas de esquí y las seis estaciones que componen la atracción principal del hotel. Ya terminado el plan, cenamos y nos despedimos hasta el siguiente día, pues debemos levantarnos bien temprano.

            Salgo de la ducha, me seco y desnuda voy al armario. Saco mi ropa de dormir —aunque si les pregunto a Benny y a Gavin dirán que una camiseta y un chándal corto no deben considerarse como tal— y me tumbo en la cama. Es entonces cuando recuerdo que mi móvil sigue apagado.

            Lo normal sería tener alguna que otra llamada perdida y par de mensajes. Pero mis amigos, y los no tan amigos, no son normales. Es como único puedo explicar el huracán de mensajes de voz, texto, etcétera y las ¡veintidós! llamadas perdidas que encuentro al encenderlo. Por si fuera poco, no pude ni siquiera leer los mensajes cuando la llamada número veintitrés entró.

            —¡Dani! —saludo con alegría—. Me alegra escucharte, cielo.

            Danielle Jennings es mi prima por vía paterna. Más que una prima, es la hermana que mis padres no me pudieron dar. Nuestra unión se reforzó cuando ambas teníamos seis años. En aquella época, mi madre había muerto y a Max se le ocurrió volver a Aspen, al lugar donde nació ella y mi padre la conoció. Desde entonces, Dani y yo hemos sido inseparables.

            Al igual que yo, Danielle es una enferma de los deportes. En todo lo demás, somos diametralmente opuestas. A pesar de las distancias y nuestras agendas, pues mi prima es campeona mundial y olímpica de equitación en la modalidad de saltos, nuestra “hermandad” es tan o más fuerte que el primer día.

            —¿De verdad? —ella ríe—. No lo parece. Llevo llamándote todo el día.

            —Lo siento, apagué el móvil y no fue hasta ahora que recordé encenderlo.

            —Imagino el porqué. Ya leí la noticia. ¿Me puedes explicar cómo demonios le dieron el premio a la mononeurona?

            Crédito a quien lo merece, la palabra se la inventó Danielle cuando supimos de la traición de Damon y Kelly. ¿De dónde la sacó? A saber.

            —Eso mismo me pregunto yo. Peor aún es que algunos periódicos y tabloides han querido conocer mi reacción. Tengo llamadas perdidas de varios periodistas. Y en las redes han tratado de vincularme con la noticia.

            —Ahora entiendo que hayas apagado el móvil —responde Danielle, comprensiva.

            —No llamaste a Ben, ¿verdad?

            Conozco a mi prima/hermana lo suficiente para saber qué haría de no encontrarme. Los tres somos muy unidos.

            —Pues... —la culpabilidad se le nota cuando habla.




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