Les contaré la historia de una niña llamada Camelia, la pequeña princesa del sur.
Camelia fue la tercera hija del Ducado Vitale. Desde que nació, todos decían que era la flor más brillante de su familia. Tenía el cabello plateado como la luna, la piel tan clara como la nieve y unos ojos azules que brillaban como diamantes. Pero por alguna razón, la calidez que sus hermanos recibían nunca parecía llegar completamente a ella.
Su padre, Claude D. Vitale, gobernaba unas tierras cálidas en el sur del Imperio Kansterk. Su madre, Ayla D. Vitale, había sido una princesa de un reino vecino. En apariencia, eran una familia noble y feliz. Todos en la región celebraron el nacimiento de Camelia con fuegos destellantes y bailes. Fue la primera hija mujer del duque. Pero bajo los festejos y los lazos de sangre, se escondía un secreto.
Un secreto que comenzó a revelarse cuando Camelia cumplió seis años.
Camelia D Vitale año 1260
No podía ver nada, y al mismo tiempo, lo veía todo. Era como si flotara fuera de mi cuerpo, observando cómo me hundía en aguas oscuras. ¿Una laguna? ¿Me estaba ahogando? Ese miedo, esa sensación… me resultaban familiares, pero no sabía de dónde.
Desperté asustada, con el corazón latiendo rápido. Estaba en mi cama, abrazada a mi osito de felpa. Afuera, escuché voces. Llantos. ¿Alguien estaba llorando?
—¿Mamá…? —susurré—. Mamá, no llores. Camelia va a consolarte.
Me bajé de la cama descalza, frotándome los ojos, y caminé en silencio por los pasillos de piedra. La luz de los candelabros me cegaba un poco. Cuando llegué a la habitación de mis padres, entreabrí la puerta y vi a mamá llorar en los brazos de papá.
—Papá... —dije con voz temblorosa.
Estaba entrando, pero me detuve cuando escuché a papá hablar:
—Voy a ser padre por cuarta vez. Ayla, amor mío... Estoy tan feliz. Gracias por darme esta alegría.
—Sí, cariño —respondió mamá, acariciando su vientre con una sonrisa.
Entonces lo entendí. Mamá no lloraba de tristeza. Estaba feliz. Estaban felices porque tendrían otro bebé. ¡Un hermanito! O quizá una hermanita. Iba a ser hermana mayor. Eso me emocionó.
—Iré a buscar mi osito para regalárselo —di media vuelta de regreso a mi dormitorio — Se lo daré al bebe y sabrán que seré la mejor hermana del mundo.
Pero entonces escuché algo que me dejó helada:
—Claude, si esta vez nace una niña, por fin podremos librarnos de Camelia —dijo mamá con suavidad.
—Estoy seguro de que será una niña hermosa —respondió papá, acariciándole la mejilla—. Y entonces borraremos a esa huérfana de nuestra familia.
¿Huérfana? ¿No soy su hija?
Mis labios temblaron. Sentí que mi pecho se apretaba y que mi corazón latía muy rápido. Retrocedí, ocultándome tras la pared. Mis piernas temblaron.
—Papá... tú dijiste que yo era tu hija favorita... —susurré.
Me arrastré de regreso a mi habitación. Me subí a la cama, abracé a mi osito con fuerza y escondí la cara en su suave pelaje.
—Usf... usf... ¿Papá, Mamá ya no aman a Camelia? —Sollozaba apretando mis manitos—. Por favor, Dios, que no sea una niña... No quiero que me echen de casa.
Esa noche, lloré hasta quedarme dormida.
*****
Los meses pasaron. El día del nacimiento llegó.
El castillo se llenó de ruido y pasos apresurados. Mis hermanos mayores paseaban nerviosos por el pasillo.
Entonces, la puerta del cuarto se abrió y salió la partera. Su rostro era radiante.
Por favor… que no sea niña
—¡Son mellizos! La duquesa ha tenido mellizos.
Me quedé congelada. Cerré los ojos con fuerza, esperando la respuesta de mis hermanos.
—Arnol, tenemos dos hermanos —gritó Carlos con emoción—. ¡Un niño y una niña!
—¡Por fin una hermana! —añadió Arnol, dando saltitos.
—Hermano Carlo... Camelia también es tu dulce hermanita... —dije con una sonrisa.
Carlos me miró. Pero ya no tenía esa mirada cálida de antes. Sus ojos color miel estaban fríos. Igual que los de Arnol.
—Yo sol…
—Jóvenes duques, pueden entrar a ver a los bebés —anunció la nodriza.
Entramos. Vi a mamá sosteniendo a la niña en tela rosada, con el cabello recogido y una sonrisa radiante. Papá, a su lado, sostenía al niño con orgullo. Los observaban como si fuesen los tesoros más preciosos del mundo.
Yo… me sentí invisible.
Esa noche, se anunció oficialmente su nacimiento, el miedo de ser abandonada por mi familia seguía creciendo en mi interior.
Al día siguiente me acerqué a papá mientras leía documentos en el salón.
—Papá… ¿Puedo entrenar con la espada como mis hermanos?
Él me miró con desprecio. Frunció el ceño y apartó la vista.
—No me hagas perder el tiempo, Camelia.