Y ahí estaba, en un cuarto oscuro y vacío, sosteniendo en las manos un retrato que parecía pertenecer a otra vida. Miré esa sonrisa pequeña e inocente, tan distinta a la mía ahora: labios curvados en confianza, ojos que creían en mañanas.
—¿Quién fui? —me pregunté en un hilo de voz—. ¿Cómo fue que ese niño se desvaneció hasta convertirse en esto que me mira desde el espejo?
Las respuestas no llegaban en palabras claras, sino en sensaciones: un nudo en el pecho que se aprieta con cada recuerdo, un frío que no se quita aunque encienda la luz. Me obligué a repasar escenas sueltas —una casa con platos sin lavar, una voz que no volvió, una broma que ya no hizo reír— y me pregunté, como si buscara una ecuación, en qué instante se quebró el rumbo. ¿Fue un día, una palabra, un abandono lento que se acumuló como polvo sobre todo lo que amaba?
Caminar ahora es aprender a llevar ese peso. Cada paso se siente ampliamente vacío, como si la ciudad reemplazara su nombre por un rumor indiferente. Las calles son túneles sin destino; los faroles proyectan sombras largas que se parecen a mis dudas, y los sonidos cotidianos —el claxon, la radio de un local, pasos ajenos— pasan por mí sin rozarme. Me pregunto por qué sigo en pie si todo dentro me pide caer; la respuesta se enrosca en el miedo: miedo a dejarlo todo, a desaparecer sin huellas, a que el vacío no sea más que un pozo donde nadie buscaría.
No me rindo, pero no por valentía: me detengo por un miedo distinto, uno silencioso y terco. Temo que rendirme sea reconocerse derrotado para siempre; temo que el acto de bajar la mirada sea la firma definitiva de un final que nadie entendería. Así que sigo, por inercia y por la esperanza mínima que se esconde bajo la rabia —esa pequeña chispa que aún se niega a apagarse del todo. Sostengo la vida con los dedos, con el mismo cuidado con que uno sostiene un vaso agrietado.
A veces intento hablar conmigo mismo con ternura, pero las palabras se rompen en la garganta. Otras, intento explicarlo como si pudiera trazar un mapa: "Un día dejé de encontrar sentido en las cosas pequeñas; otro día, las otras voces empezaron a pesar más que la mía." Pero las explicaciones son insuficientes. Lo que sí puedo describir con brutal honestidad es el efecto: la risa se volvió un acto prestado, los sueños, estampas envejecidas que hojeo en silencio. Y aún así, hay acciones minúsculas que prueban que algo dentro no se ha rendido: sacar la basura aunque nadie lo pida, abrir la ventana para que entre aire, aferrarme a una canción que suena cuando todo apunta al silencio.
Recuerdo la sensación de cuando la tristeza empezó a instalarse: no fue un golpe único, sino una filtración lenta. Al principio pensé que era temporal, una tristeza con fecha de caducidad. Luego aprendí que algunas cosas no desaparecen solas; se transforman en rutina, en paisaje. Y en ese paisaje he aprendido también a buscar pequeñas grietas por donde puedan colarse otras cosas: una conversación breve, una sonrisa ajena, un gesto que no está concebido para mí y aun así me toca. Son destellos que no curan, pero quiebran la monotonía del dolor.
No sé cómo seguir, o quizá sí: sigo paso a paso, con la concentración que exige caminar sobre cristales. Hay días en que la fuerza es apenas suficiente para no rendirme, y otros donde la fuerza aparece en minutos —una llamada inesperada, una brisa que huele a lluvia— y me basta para avanzar unos metros más. Me pesa admitirlo, pero vivir se ha vuelto una disciplina: levantarme, vestirme, salir, contener el llanto hasta que la soledad admita un respiro. No es nobleza ni heroísmo; es una rutina sostenida por el miedo y por una obstinación humilde que aún cree que algo puede cambiar.
Y con todo ese peso me pregunto, una vez más, cómo llegué aquí. Aún más: me pregunto si, en algún punto, podía haber existido un desvío —un gesto distinto, una palabra distinta— que evitara esta soledad devoradora. No sé si esas preguntas tienen respuesta, pero al hacerlas no dejo de buscar. Porque existir entre tinieblas no significa que no busque la puerta, aunque esté apenas entreabierta. Porque aunque me consuma el dolor, hay una parte de mí que teme entregarse por completo; teme no volver nunca más a ser alguien que recuerda lo que fue.
Si tuviera que confesarlo: no sé cómo hacerlo; cómo escribir la manera exacta en que duele cada latido, cómo explicar por qué seguir es a la vez imposible y necesario. Pero lo intento. Me detengo frente al retrato otra vez, y por un segundo imagino que el niño me mira y me pregunta con la misma inocencia: "¿Valió la pena?" No sé contestar. Solo sé que sigo caminando, con la mochila llena de recuerdos y la esperanza pequeña pero persistente de que, en algún recodo del camino, todavía pueda encontrar un rayo que alumbre el paso.
Cuando cierro los ojos, vienen fragmentos como ráfagas de una película rota: el olor a pino y tierra húmeda de aquella montaña; el frío de la madrugada que me caló hasta los huesos; el silencio absoluto que siguió a mis gritos —como si la montaña se los hubiera tragado—. Tengo la imagen nítida de mis manos pequeñas arañando una roca, y la sensación de que nadie podía verme a pesar de que gritaba con todas mis fuerzas. Me perdí a los cinco años y, durante horas que parecían años, fui invisible para el mundo que conocía.
Los mayores decían que me encontraron luego, que mis padres me llevaron en brazos, con lágrimas en la cara, que lloraron hasta que el cansancio venció sus voces. Yo volví con ellos, pero algo se quedó allá arriba, en ese silencio. Volví con la memoria rota: no recordaba la certeza de su amor como antes. Recuerdo un instante —una fotografía en la pared de la sala donde mi padre me sostiene en brazos, y la luz se quiebra en el vidrio— y la sensación de que aunque me hubieran buscado, yo no había sentido esa búsqueda. Fue la primera vez que aprendí que el mundo puede decirte que existes sin que el corazón lo crea.