El último recuerdo claro que tengo de mi padre no está en una fotografía ni en un objeto guardado, sino en una tarde de invierno, en el patio de la casa. El aire estaba helado, pero la fogata iluminaba nuestras caras con un resplandor naranja que parecía inventar un pequeño mundo dentro del nuestro. Me senté junto a él mientras el humo subía despacio y me ardían los ojos; recuerdo el olor a madera quemada mezclado con el de su chaqueta vieja. Él me acariciaba el cabello como si lo alisara con paciencia infinita, y su mano tibia se convertía en la manta más segura del universo.
Contaba historias con esa voz profunda que me arrullaba más que las palabras en sí. Historias de cuando era niño, de cómo corría por el campo y de cómo su madre le gritaba que no se ensuciara tanto. Yo me reía, él sonreía. Poco a poco el cansancio me fue cerrando los ojos, y el sonido del fuego, acompañado por la calidez de su mano, me llevó al sueño. Esa noche me dormí convencido de que nada podía romper la certeza de que mi padre estaría siempre allí, a mi lado.
Pero la certeza es frágil.
Días después, la casa dejó de ser refugio. El eco que antes era risa se convirtió en gritos. Recuerdo la voz de mi madre quebrada, las palabras que apenas entendía, y la sombra de mi padre endurecida, extraña, casi irreconocible. Los celos fueron el detonante, y esa tarde, el hombre que me contaba historias golpeó con violencia a la mujer que era mi madre. Yo estaba escondido tras la puerta, con las piernas temblando y el corazón queriendo atravesar el pecho. Vi sus manos —las mismas que me habían acariciado— alzarse como si hubieran olvidado la ternura.
No entendí nada. Solo sentí que el suelo bajo mis pies se quebraba. El fuego del patio, que me había arrullado días antes, se volvió en mi mente ceniza fría.
Cuando la discusión terminó, mi padre no lo hizo con palabras suaves ni con promesas. Solo con una decisión que partió mi infancia en dos: se alejó. No hubo fogata después de esa, no hubo otra mano que me acariciara el cabello. Lo que quedó fue un vacío inmenso, un silencio de puertas cerradas y de huecos que nunca nadie intentó llenar.
Desde entonces, cada vez que el invierno vuelve, me encuentro buscando aquel calor en cosas pequeñas: en una taza caliente, en una luz naranja que tiembla, en un olor a madera quemada. Pero lo que recibo, junto al recuerdo, es la herida de su partida. El contraste es brutal: la misma mano que me dio ternura, me dio ausencia. El mismo hombre que me contó historias se convirtió en historia. Me quedé con la ausencia, con el frío en el pecho, con la imagen del fuego apagándose en mi memoria. Y sin embargo, no terminó ahí. Años después, volvió. Regresó con la promesa de reintegrar la familia, como si el pasado pudiera recomponerse con solo un gesto. Nos mudamos a una nueva casa, y por un momento creí que quizá, tal vez, esa herida podría cerrarse.
Pero no. Lo que volvió no fue el hombre de la fogata, sino alguien distinto: más violento, más distante, más extraño. Casi nunca estaba en casa; y cuando llegaba, el aire se llenaba de gritos y peleas, como si la rabia hubiera sustituido al amor. Todo le molestaba, todo le irritaba. Vivimos un año entero en ese infierno disfrazado de hogar. No hubo días felices, solo un desfile de silencios pesados y palabras hirientes.
Y aun así... lo quería.
Lo quería con la fuerza absurda con la que un niño se aferra a su héroe, incluso cuando ese héroe lo lastima. Lo quería porque era mi padre. Porque, aunque ausente, aunque roto, aunque cruel... seguía siendo él.
Quizá ese fue el inicio de todo: aprender que incluso el amor puede doler.