Pasaron los años, pero la ausencia seguía doliendo. Y con ella nació una necesidad absurda: la de ser visto, querido, validado. En cada persona buscaba el reflejo de algo que nunca encontré en mi casa: un poco de calor, un poco de aceptación. Y en esa búsqueda desesperada, conocí lo que sería mi primera gran obsesión.
Tenía catorce años cuando apareció Camila. La conocí a mitad de quinto grado de primaria, y aunque apenas era una adolescente como yo, a mis ojos era la chica más hermosa del salón. No sé si era realmente su belleza, o el hecho de que parecía siempre por encima de mí, intocable, casi inalcanzable. Tal vez por eso me enamoré.
Pero no fue un comienzo dulce. Al contrario: ella fue la primera persona en hacerme sentir que no era bienvenido en esa escuela. Recuerdo las miradas, las burlas disfrazadas de risas inocentes, los comentarios que me atravesaban como cuchillos. Mi primer día lo pasé en silencio, comiendo solo en los recreos, intentando que nadie notara lo perdido que estaba.
Hasta que apareció Estiven. Él se acercó y me preguntó si era nuevo. Fue amable, o al menos eso creí. Congeniamos al instante porque compartíamos los mismos gustos: los juegos, la música, los dibujos animados. En cuestión de días sentí que había encontrado un amigo, alguien con quien por fin podía reír sin sentirme juzgado. Durante un mes vivimos entre sonrisas y complicidad. Y yo, ingenuo, pensé que había encontrado un hermano. Pero el verano trajo a otro chico nuevo: Henry. Callado, amable, tranquilo. Y como si fuera un reflejo de lo que hizo conmigo, Estiven se le acercó también. Hablaron, rieron, y poco a poco vi cómo mi lugar se desvanecía. El mismo patrón, pero esta vez yo quedaba afuera. Celos irracionales me comían por dentro, y aunque me esforzaba en sonreír y aparentar que no me afectaba, algo en mí se quebraba. Desde niño había aprendido a ocultar mis pensamientos oscuros tras una máscara de amabilidad, porque los elogios que recibía por ser "bueno" eran mi única forma de sentirme aceptado.
Fue en medio de esa inseguridad que Camila apareció de nuevo. La misma que me había despreciado desde el principio, un día me habló. No sé por qué, no sé qué buscaba en mí. Pero bastó con una palabra, con esa atención inesperada, para que todo mi mundo se volcara hacia ella. Me enamoré a primera vista, o al menos eso creí. En realidad, me obsesioné. Sentía que si lograba que ella me quisiera, todo el vacío dentro de mí se llenaría al fin.
Desde ese día, empecé a hablarle todos los días. Me esforzaba, insistía, convencido de que la persistencia era suficiente para ganarme su corazón. Pero el destino fue cruel: ella se enamoró de Estiven, mi único amigo, y lo dejó claro. Le enviaba cartas dobladas con flores de papel, lo miraba en clase con ojos brillantes, mientras a mí me rechazaba y me hacía sentir invisible.
Tres meses después, ya cansado de callar, decidí declararle mis sentimientos. Quería ser valiente. Quería creer que el amor era más fuerte que las burlas. Pero lo que encontré fue la crueldad en su forma más despiadada.
Ese día subí a la azotea de la escuela. Les pedí a mis compañeros que le dijeran a Camila que la esperaba allí, solo, que quería hablar con ella. Pero no estaba solo. Para mi sorpresa, cuando ella llegó, todo el salón estaba presente. Todos. Me observaban como si fueran espectadores de un espectáculo grotesco. Y allí, frente a todos, Camila me rechazó sin piedad. No solo eso: me arrojó un zafacón de basura encima mientras las risas retumbaban en mis oídos. Mis amigos se burlaban, gritaban, me señalaban. Yo, empapado de desecho y vergüenza, no podía moverme. Solo quería desaparecer.
Pensé que ya nada podía ser peor. Me equivoqué.
Días después, todavía aferrado a la absurda esperanza de que todo había sido un error, la busqué. La seguí hasta su casa, donde la encontré besándose con Estiven. Mi único amigo. Mi pecho se desplomó en un vacío indescriptible. No quise preguntar nada, no tuve valor para enfrentar lo obvio. Solo me quedé quieto, observando desde la distancia cómo mi ilusión se convertía en ceniza.
Y sin embargo, ella todavía jugaba conmigo.
Al día siguiente me dijo: "ven a mi casa, estarán mis amigas". Me llené de ilusiones, otra vez. Me repetía que quizá esta vez sería distinto, que al menos me vería con otros ojos. Pero era otra trampa. Mientras caminábamos hacia allá, nos detuvimos en una tienda. De repente, varias personas me sujetaron, me alzaron y me metieron la mochila en un basurero. Después, me tiraron otro cubo de basura encima. Entre risas y burlas, todos huyeron, dejándome tirado en la calle.
Yo iba cabizbajo, sucio, oliendo a desecho, con el corazón arrastrándose detrás de mí. Pensaba una y otra vez: ¿por qué? ¿por qué a mí? Si lo único que quería era dar cariño, ser querido, ser visto.
Ese día aprendí dos cosas.
La primera: que el amor, cuando es una ilusión, puede ser la crueldad más despiadada.
La segunda: que no dejaría que nadie me volviera a humillar.