Los meses pasaron y, aunque las heridas de Camila seguían abiertas, algo en mí había cambiado. Ya no era tan ingenuo, o al menos eso me repetía. Había empezado a construir una coraza, a esconder mis sentimientos detrás de una máscara más gruesa. Pero por dentro seguía igual: vulnerable, necesitado, con una sed absurda de cariño.
Fue entonces cuando conocí a Esteisi.
Ella era distinta. Serenidad en sus gestos, dulzura en sus palabras, una calma que contrastaba con el caos que yo cargaba por dentro. Fue la única persona a la que sentí que podía acudir, porque no me juzgaba, porque me escuchaba. Y en esa escucha encontré un respiro. Pero los sentimientos son traicioneros: poco a poco, confundí esa amabilidad con algo más.
Me enamoré, aunque en el fondo presentía que volvería a lastimarme. Quizá era como un reflejo de mis errores pasados: saber que me harían daño y aun así correr hacia ello. Era como si mi corazón insistiera en estrellarse contra la misma pared una y otra vez.
La historia fue corta. Apenas unas semanas de cercanía bastaron para que mi mente empezara a soñar. Y el destino, cruel como siempre, puso en mis manos una fecha especial: el Día del Amor y la Amistad. Ese día decidí que sería diferente. Me dije a mí mismo que no podía vivir escondiéndome, que debía arriesgarme.
Llegué temprano a la escuela con toda la ilusión del mundo: una flor, unos chocolates y una carta donde dejé escrito lo que no me atrevía a decir en voz alta. El corazón me latía tan fuerte que sentía que todos podían escucharlo. Me armé de valor y, cuando la clase apenas comenzaba, la llamé al frente. Confiado, por primera vez en mucho tiempo, le declaré mis sentimientos frente a todos.
Un instante de silencio me hizo creer que lo había logrado. Pero no fue sorpresa lo que vi en los rostros de mis compañeros. Fue burla. Risas contenidas primero, estallando después, hasta llenar todo el salón como una marea cruel.
Yo, en mi inocencia, pensé que se reían de la forma en que lo había hecho, de lo inesperado de mi declaración. Quise creer que era un malentendido. Pero no. Esteisi no respondió con ternura ni con palabras dulces. Lo que hizo fue besar a otro chico, justo frente a mí, como si su manera de responder fuera un cuchillo que debía hundirse en mi pecho sin compasión.
El aula se volvió un circo. Y yo, el payaso del espectáculo.
Ese día aprendí algo que marcaría mi camino: la amabilidad no siempre es amor. Y que confundir una sonrisa con un sentimiento puede llevarte directo al abismo.
Desde entonces, comprendí —o al menos empecé a convencerme— de que lo mejor era estar solo. Porque estar solo dolía, sí, pero era un dolor silencioso, estable, soportable. En cambio, buscar cariño en los demás era abrir la puerta a la humillación, a la burla, a la certeza de que nadie me vería nunca como yo necesitaba.
Así, capa tras capa, mi coraza se volvió más gruesa. Y la confianza en los demás se volvió un lujo que ya no podía permitirme.
La última persona que realmente me enseñó una lección sobre no mostrar mis sentimientos fue Karla, una chica nueva que llegó tarde a la escuela. Desde el primer día, era imposible no notarla: ruidosa, desordenada, siempre buscando llamar la atención. Tenía esa chispa de libertad que yo admiraba, una especie de energía que parecía contagiosa. Me decía a mí mismo que nos parecíamos demasiado, aunque en secreto sospechaba que no entendía lo que estaba por descubrir sobre el precio de confiar.
Un día, de manera inesperada, se me acercó y me preguntó si podíamos ser amigos. Con una ingenuidad que ahora lamento, dije que sí. No sabía que aquel gesto marcaría el comienzo de la lección más dolorosa de mi vida, sobre cómo permitirte sentir puede abrir la puerta al maltrato. Durante seis meses fuimos amigos. Yo tenía dieciséis años, y en ese tiempo había cambiado más de lo que había imaginado. Ya no era el mismo chico; me había vuelto distante, callado, alguien que casi no se reconocía a sí mismo. La sonrisa que antes me definía se había borrado, y la vida empezaba a sentirse vacía, aunque seguía aferrándome a la esperanza de no volver a ser lastimado.
Decidí volver a confiar, y Karla me hizo sentir visto por primera vez. Me declaró su cariño frente a todos: me dio una flor, un chocolate, y dijo que le gustaba. Sentí que alguien finalmente reconocía mi valor, y por un instante me cegó la ilusión de ser querido. Al principio, todo fue dulzura y sonrisas; ella parecía auténtica, y yo, demasiado emocionado, me dejé arrastrar.
Pero todo cambió el día que conocí a su madre. A partir de entonces, Karla comenzó a tratarme con desprecio y frialdad. Sus gestos de cariño desaparecieron, y fueron reemplazados por cachetadas y humillaciones frente a los demás. Yo, que nunca había recibido tanto amor de alguien más, trataba de justificar su comportamiento como "su forma de querer", hasta que mis ojos se abrieron a la cruda realidad: ella podía ser amable y cortés con todos, pero conmigo se comportaba como si no valiera nada.
El golpe más duro no fue físico, sino aquel día que ella me dejó. No fue un rompimiento dramático, no hubo gritos ni escenas; simplemente se alejó en silencio, pero con palabras que se clavaron en mi pecho: "No eres lo que busco. Eres aburrido y feo. Nadie quisiera estar contigo. Ni siquiera sé por qué me enamoré de ti." Cada palabra fue un filo que cortó lo poco de confianza que aún me quedaba.
Ese día aprendí que la necesidad de ser querido puede cegarte, que abrir tu corazón no siempre trae bondad, y que a veces la persona que parece más cercana es la que más dolor puede infligir. Y mientras la veía irse, comprendí que la verdadera lección no estaba en su rechazo, sino en lo que me quedaba después: un vacío profundo, silencioso, que prometía acompañarme en el camino hacia la soledad y la melancolía que estaba por venir.
Después de que Karla me dejara, sentí como si el mundo entero se hubiera desvanecido a mi alrededor. El dolor no era sólo un punzón en el pecho; era un vacío que empezaba a consumir cada rincón de mi existencia. A tan poca edad, tan idealista y romántico, no sabía cómo enfrentar el rechazo ni la crueldad de quien creí cercana. La soledad se convirtió en mi refugio, pero también en mi condena. Ya no quería ser visto; el contacto humano me parecía un riesgo demasiado grande. Todo lo que deseaba era desaparecer, sumergirme en un silencio absoluto que apagara la confusión y el dolor que me inundaban.