Camino hacia el olvido

Sin Rumbo

¿De qué sirvió tanto aprendizaje?
¿De qué sirvió entenderme a mí mismo, aprender a vivir en soledad, a valorarme... si, al final, nada cambió en cómo me sentía?

A pesar de todo lo que logré comprender, sigo distante del mundo, sumido en una soledad absoluta. Lejos del mundo, en total aislamiento, comprendí que no hay salvación para mí. El mundo —ese que todos celebran— me enseñó lo que significa ser invisible ante los demás: la crueldad en los rostros cotidianos, la indiferencia como única respuesta, y la traición disfrazada de costumbre. Poco a poco, sin darme cuenta, mi alma se fue haciendo añicos, como un vaso que cae y nunca llega a recomponerse; quedan fragmentos que cortan, reflejos que ya no muestran nada reconocible.

Camino en soledad sin saber por qué.
¿Para qué sigo?
Ya no lo sé.
Solo sé que todo ha perdido sentido.

He aprendido tanto, he entendido tanto... que ya nada me ofrece una satisfacción genuina. Las amistades son fugaces; aparecen y desaparecen con la rapidez de estaciones que no llegué a vivir, dejando un eco vacío que excava más hondo. Los amores —los que prometen ser abrigo— terminan siendo incendios que dejan cenizas donde antes había piel cálida. La familia, ese refugio esperado por muchos, se transforma en un cuarto oscuro donde las puertas no conducen a la salida, donde las palabras se vuelven barro y las miradas, cadenas.

Para mí, el mundo ha perdido todo sentido. No hay un camino claro, mucho menos un destino. Todo se vuelve repetitivo; los días se suceden como fotogramas idénticos de una película que nadie quiere ver. Dicen que la vida se trata de objetivos, pero ¿cuál es el objetivo de estar vivo si la vida misma te arranca las ganas de vivirla? ¿Cómo confiar en que los lazos humanos pueden sostenernos, si son esos mismos lazos los que tantas veces nos arrastran hacia el abismo?

A veces imagino la vida como una casa con todas sus luces encendidas; dentro, la música sigue y las conversaciones fluyen, pero yo estoy detrás del vidrio, tocando la ventana sin que nadie note la huella de mis dedos. Otras veces me parece un tren que parte en todas direcciones y yo me quedo en la estación, mirando cómo los pasajeros ocupan su lugar sin mirarme. En cada metáfora persiste la sensación de ser un invitado invisible en la propia existencia.

El desgaste no es solo del ánimo: es físico. Hay un peso en el pecho que no cede, un frío que no se quita con mantas, una fatiga que llega antes del amanecer. Los sentidos se embotan: los sabores son sombras, los colores se apagan, y hasta el ruido —antes insoportable— se convierte en un telón de fondo que apenas roza los bordes de mi conciencia. Caminar es un ejercicio de inercia; hablar, una obligación sin eco. La soledad no es solo ausencia de gente: es presencia de ausencia, compañía del vacío.

Quisiera desaparecer. No por capricho, sino por cansancio de un mundo que no se detiene a mirar. Quisiera dejar de existir para ya no sentir esta rueda sin freno que me devuelve siempre al mismo punto. Anhelo la sombra porque en ella se disuelven los juicios y las exigencias; en la sombra, al menos, la máscara cae y quedo solo con la verdad de mi latido. Que el silencio me abrace, pienso, y que la indiferencia del mundo me encuentre; que me vuelvan invisible y así, quizá, deje de doler la exposición constante.

Y sin embargo, hay fragmentos de contradicción: camino aún. Quizá por costumbre, quizá por orgullo torcido, quizá por una chispa que se niega a extinguirse. Quizá porque, en algún rincón minúsculo, quiero comprobar si entre tanto plomo hay una veta de oro escondida; una palabra, un gesto, un instante que no me arrastre más hacia la nada. No sé si es esperanza o simple terquedad. No sé si merece llamarse esperanza.

Mientras tanto, el mundo sigue girando como un reloj desalmado que no pregunta si quieres continuar. Yo observo ese girar desde la orilla, con las manos frías y el reflejo partido en la superficie del agua. Cada día es un eco del anterior; cada gesto se repite hasta perder su forma. Y aun así, camino; no porque tenga destino, sino porque el movimiento me consuela un poco de la inmovilidad absoluta. Mi alma navega, a la deriva, sin brújula; sostiene su propio peso apenas, como si la sombra fuera la única vela que aún permanece en pie.

No pretendo dar lecciones ni buscar respuestas fáciles. Solo dejo esto: un mapa de heridas, un testimonio de lo que se siente al estar vivo y no encontrarle sentido. Que el lector sienta, si quiere, el frío de mi soledad; que lo acepte o lo deje pasar. Yo seguiré caminando, con la certeza de que mi voz —aunque pequeña y rota— existe y resuena dentro de mí, incluso cuando el mundo decide no escuchar.




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