Y así, después de haber perdido el sentido del camino, creí encontrar un futuro donde, al menos en apariencia, podía ser feliz. Tiempo después, me encontré en una encrucijada, como si de esa decisión dependiera mi vida. Era mi último año escolar y me preguntaba:
—¿Valió la pena llegar hasta aquí?—
Después de haber soportado lo insoportable, no lo sabía. No se sentía como un logro. Arrastraba un peso tan antiguo que, por más fuerte que intentara ser, no lograba sostenerlo. Mi mente se desgastaba como un lápiz que se consume sobre el papel, y cada mañana, al abrir los ojos, ese dolor punzante revivía. Era como despertar con una herida que nunca cicatriza, un recordatorio de que todo lo vivido me había marcado demasiado pronto.
Pero aquel año fue distinto. Aunque me había impuesto la soledad como castigo, descubrí que podía escapar, aunque fuera por un instante, de esa oscuridad que me ahogaba desde siempre. Fue como remar sin rumbo en un mar inmenso y, de pronto, divisar una costa. No era un puerto seguro, tal vez ni siquiera era tierra firme, pero era suficiente para no hundirme. Allí, en un descuido, hallé algo efímero, pero suficiente para darme una chispa de esperanza.
Los primeros días fueron tranquilos, fugaces. Me decía a mí mismo que, por primera vez, podía ser más que un cascarón vacío. Podía existir, persistir, dejar de ser solo un recuerdo o una sombra en una habitación vacía. Era como si por fin pudiera escuchar mi propia voz sin el eco del vacío.
Entonces ocurrió. Un día de verano, me acerqué a alguien sin imaginar que se convertiría en la persona capaz de darle nombre a lo que todos llaman felicidad. Con un tímido "hola" me presenté, esperando la indiferencia de siempre. Pero recibí, en cambio, una calidez inimaginable. Dudé, claro. Mi mente me susurraba:
—¿Y si resulta igual que antes? ¿Qué pasará después?—
Qué equivocado estaba.
Con el paso de los días descubrí que aquella persona y yo compartíamos más de lo que hubiera imaginado. Nos unían los juegos, esos que convertían las horas en minutos y los minutos en segundos. Hablábamos de comidas que ambos adorábamos: pizzas rebosantes de queso, hamburguesas jugosas que parecían saber mejor solo porque las compartíamos en palabras.
La música también nos encontraba; nuestras canciones parecían retratar los mismos sueños y las mismas heridas. Cada melodía se transformaba en un puente invisible entre nuestras almas. Y allí, entre acordes y risas, descubrí que no estaba tan roto como creía.
Un día incluso nos preguntamos qué sería de nosotros si la vida nos permitiera ser amigos hasta envejecer. Entre risas, imaginamos canas, arrugas y memorias acumuladas, como si la eternidad fuera un juego en el que ya teníamos un lugar reservado.
Cada conversación era un refugio. Los temas jamás se agotaban. Día tras día sentía que algo en mí cambiaba. Llegaba con la ilusión de descubrir nuevas palabras, nuevas historias. En apenas un mes ya éramos inseparables, los mejores amigos. Yo ya no era el mismo: llevaba en el rostro una sonrisa que antes me parecía imposible. El peso que había arrastrado durante años se volvía más liviano.
Pero también descubrí la dualidad en mí mismo: la paradoja de un alma que hallaba consuelo en la compañía y, al mismo tiempo, miedo en la idea de perderla. Esa contradicción me devoraba en silencio. De día, reía. De noche, me interrogaba.
En las noches silenciosas, cuando la risa se apagaba, me preguntaba:
—¿Qué me falta?—
Era un vacío que se escondía detrás de cada sonrisa, un eco que susurraba que todo podía desvanecerse de un instante a otro. Temía que todo terminara, que ese brillo se apagara. Me aferraba como quien aprieta arena entre las manos, sabiendo que inevitablemente algunos granos escaparían.
La amistad que construimos me enseñó que podía ser más humano, más cercano, menos sombra. Pero también me recordó que cada luz proyecta oscuridad. Y la mía estaba allí, acechando, esperando cualquier descuido.
En aquellos días entendí que la felicidad, más que un destino, es un espejismo que aparece en medio del desierto. No es una tierra prometida, sino un instante en el que se calma la sed. Y aun así, bebí de ese espejismo como si fuera la última fuente. Porque aunque supiera que era efímero, preferí tener un recuerdo luminoso que un presente perpetuamente oscuro.
La dualidad de mi alma sin ambiciones era esa: desear con fuerza algo que, en el fondo, temía perder. Querer ser feliz, pero desconfiar de la felicidad. Aceptar la compañía, pero al mismo tiempo abrazar la soledad como quien acaricia una herida que ya forma parte de su cuerpo.
Quizás lo más extraño fue que, por primera vez, comencé a preguntarme no solo qué me faltaba, sino qué podía dar. Porque ese amigo, esa luz inesperada, me hacía sentir que tal vez no estaba condenado a ser invisible para siempre. Y aunque el futuro seguía siendo un abismo, al menos ahora tenía la certeza de que no lo enfrentaría completamente vacío.