Pero un día, de la nada, vi cómo esa felicidad que había construido —aunque en el fondo sabía que se acabaría— se me escapaba entre los dedos. Aun así me aferraba a ella con desesperación. Me preguntaba cuánto había tenido que pasar para obtenerla y por qué la vida parecía siempre dispuesta a arrebatarme aquello que tanto me costaba construir.
Un 19 de los meses de invierno llegó mi cumpleaños. Era una de las festividades que más odiaba. No porque el día en sí fuera malo, sino porque mi familia se encargaba de convertirlo en un mal recuerdo. Cada año, al llegar esa fecha, recuerdos viejos acudían a mí como fantasmas: la celebración de mis trece años.
Ese día, al regresar de la escuela, caminaba con emoción, preguntándome qué me esperaría en casa. Imaginaba globos, un pastel; veía en mi mente a mi madre escondiendo a mis amigos para darme una sorpresa, imaginaba sus risas contenidas y la expectativa antes de saltar todos juntos y gritar "¡Feliz cumpleaños!". Siempre soñé con una fiesta sorpresa.
Pero la realidad era otra. Cada año era idéntico, y no porque la soledad me invadiera como un visitante nuevo, sino porque el mismo escenario se repetía sin compasión. Aquel cumpleaños número trece, yo iba caminando hacia casa con una felicidad desbordante, una sonrisa que apenas me cabía en el rostro. Entré en casa con el corazón latiendo como un tambor.
El silencio me recibió primero. Pensé, ingenuo, que en cualquier momento saltarían todos de su escondite. Pero no hubo nada. Nadie estaba allí. Me enteré después de que todos habían asistido a la celebración de otro familiar que cumplía años el mismo día. Ese momento fue diferente: un escalofrío recorrió mi cuerpo como si una tormenta helada hubiera entrado conmigo.
Mis ojos comenzaron a empañarse. Negaba con la cabeza, como un niño que se resiste a aceptar una verdad cruel. —¿Por qué?—, me preguntaba. —¿Por qué a mí?—. Sentía que todo era más importante que yo, que mi existencia era un segundo plano, una sombra en medio de la luz de otros. Me sentía invisible. Mientras mis lágrimas caían, escuchaba su eco en un cuarto vacío. Imaginaba cómo todos reían y disfrutaban lejos de mí. Me dolía, pero no los culpaba. Mi mente, cruel como siempre, me susurraba que me lo había ganado, que todo era mi culpa, hundiéndome aún más en la sombra.
Al volver de ese doloroso recuerdo, lágrimas nuevas cayeron de mis ojos. Era una tristeza antigua, pero intacta. Sin embargo, en mi ingenuidad me dije: "Hoy será diferente". Aquella vez, años después, yo mismo había preparado mi celebración de cumpleaños. Había limpiado, adornado, cocinado. Porque ese día mi mejor amigo venía a celebrar conmigo. La felicidad me invadía; sentía que no podía ser mejor.
Pasamos todo el día celebrando. A la hora de su llegada, me sorprendió trayendo más amigos, y eso me emocionó aún más. Todos juntos me hicieron sentir como si nunca antes hubiera celebrado. Era una sensación nueva, extraña, cálida. Nunca había sentido algo así.
Entre lágrimas me repetía: "Esto es lo que siempre quise". Y cuando mis ojos se llenaron de agua, todos se acercaron a preguntar: —¿Por qué lloras, si estás feliz?—. Yo solo pude asentir con la cabeza y sonreír. —¡Sí, estoy feliz!—, respondí.
Pero en el fondo, mientras mis lágrimas caían, una voz interior susurraba: "¿Será esto real o solo un espejismo? ¿Durará esta alegría o es un sueño que se disolverá al amanecer?" Y yo, temblando entre la esperanza y el miedo, decidí aferrarme al momento como quien abraza el último rayo de sol antes de que caiga la noche.