Camino hacia el olvido

La desgracia que no espera

Pero, sin hacerse esperar, la desgracia llegó. No sé cómo explicarlo, pero creo firmemente que la desgracia ha estado atada a mí desde el día de mi nacimiento. No hablo del simple hecho de nacer, sino de esa sombra que parece seguirme como un perro silencioso, pisándome los talones cuando menos lo espero. A veces me pregunto si la vida misma ha decidido que mi camino será siempre una serie de pérdidas, de momentos robados antes de que pueda disfrutar de ellos.

Días después de mi cumpleaños, salí a correr por recomendación de mi mejor amigo. Él insistía en que lo hiciera, preocupado por mi salud, por cómo el peso de los años de soledad me había ido desgastando por dentro. Mientras trotaba, sus palabras resonaban en mi cabeza, mezcladas con mis propios pensamientos: "No importa la distancia, volveremos a encontrarnos. No dejes que esto te hunda". Recientemente me había contado que tendría que viajar por unos meses; su madre, que vivía en otro país, se encontraba enferma y él debía ir a ayudarla. Esos "meses" se convirtieron en años.

Y aun así, no me sentía triste. Estaba feliz. Feliz porque confiaba en que lo volvería a ver, porque gracias a él había conocido nuevas personas y ya no estaba tan solo como antes. Era como si, por primera vez, mi corazón hubiera hallado una orilla donde poder descansar, aunque el océano de mi pasado insistiera en arrastrarme de nuevo hacia la tempestad.

Pero la desgracia nunca tarda en llegar. Mientras corría distraído, recordando sus palabras y las risas compartidas, sin querer me desvié hacia la carretera. Detrás venía un auto a alta velocidad. Frenó de golpe al verme, pero ya era demasiado tarde. No había salvación.

Sentí el impacto, o eso creí. Mi vista se tornó borrosa, y el tiempo pareció dilatarse, como si todo sucediera en cámara lenta. No sentía mis manos; mi cuerpo estaba frío, la boca seca, y mi respiración se hacía cada vez más pesada. Cada latido era un recordatorio de que mi vida podía extinguirse en un instante. "Voy a morir", pensé, mientras el mundo giraba y se desdibujaba a mi alrededor.

Y entonces la escuché. Una voz, firme y urgente, me llamaba:
—¡Aguanta... aguanta... no te vayas!—
Era mi hermano. Venía de camino a casa después de una larga jornada. Al ver la multitud que se aglomeraba a nuestro alrededor, corrió hacia mí. La desesperación en sus ojos era palpable; cada músculo de su cuerpo parecía gritar por mi vida. Era extraño: toda mi infancia me había sentido invisible para él, indiferente, distante. Y ahora, en medio del caos, me suplicaba que me quedara. ¿Era absurdo? Sí. Pero también era real.

Horas más tarde desperté en el hospital. Una pierna vendada, la cabeza cubierta. Mi cráneo estaba fracturado, y mi pierna rota. Para mi alivio, solo tendría que permanecer allí tres días antes de volver a casa. Pero esos tres días fueron un infierno. Las paredes blancas me observaban como testigos mudos, los pasillos olían a desinfectante y resignación. Cada sonido me recordaba lo frágil que era la vida, cada paso de los enfermeros me hacía consciente de mi vulnerabilidad.

Finalmente llegó el día de volver a casa. Al abrir la puerta, mis amigos me recibieron con preocupación. Las preguntas no se hicieron esperar:
—¿Cómo estás?
—¿Qué te pasó?
—¿Por qué no te fijaste?
—¿Necesitas algo?

Sus voces se entrelazaban con los latidos de mi corazón. Tras largas charlas y risas nerviosas, se marcharon, asegurándose de que estaba bien. Pero yo permanecía allí, consciente de que algo había cambiado dentro de mí. La vida podía arrebatar lo que más amaba en un instante, y aun así, había sobrevivido.

Esa noche era inusualmente tranquila y fría. Mi madre, que mantenía amistad con una señora de las casas vecinas, estaba sentada afuera con ella. La hija de la vecina, curiosa, le preguntó qué me había pasado. Mi madre le dijo que podía pasar a hablar conmigo, que no pasaba nada.

Tras pedir permiso, la chica se acercó.
—Hola —dijo en voz baja—. ¿Qué te pasó? —preguntó con ingenuidad.

Yo, con amabilidad, le conté lo ocurrido. Mientras terminaba, vi una leve sonrisa dibujarse en su rostro. Entre confusión y sorpresa, ella empezó a reír. Era un sonido ligero, como un brote de sol en un día gris. Me causó gracia, porque no me miraba con lástima. Aunque se disculpó por reírse y agradeció mi respuesta, su risa quedó flotando en el aire como una brisa inesperada, ligera y cálida.

Tras hablar un poco más, su nombre se hizo presente: Ashley. Un nombre que nunca olvidaría. Pero aún no sabía lo que estaba por pasar.

Mientras me recostaba en la cama esa noche, pensando en el accidente y en la sonrisa de Ashley, comprendí algo: la desgracia siempre había estado conmigo, sí, pero también había destellos de luz que surgían en los lugares más inesperados. La vida podía arrastrarme hacia la oscuridad, pero también ofrecía pequeños puentes que me permitían volver a tocar la esperanza.

Pensé en cómo los recuerdos duelen y enseñan al mismo tiempo. En cómo cada lágrima que había derramado durante los años de soledad no era solo tristeza, sino también una forma de endurecerme, de prepararme para esos instantes en los que la felicidad podía llegar sin previo aviso. Y entendí que la vida no prometía estabilidad ni permanencia, sino momentos que valen la pena ser vividos aunque duren un parpadeo.

Ashley era ahora un símbolo de eso. Una chispa que iluminaba la penumbra, que me recordaba que incluso después del dolor más absoluto, podían aparecer risas y humanidad genuina. Era un recordatorio de que la vida no siempre toma lo que más amamos; a veces también nos regala encuentros que transforman para siempre la manera en que vemos el mundo.

Mientras la noche se hacía más profunda, mi mente volvió al accidente. Sentí cada instante de miedo y dolor, pero también cada latido que me permitió sobrevivir. Comprendí que la fragilidad no era debilidad: era un recordatorio de lo precioso de cada momento. La desgracia había llegado, sí, pero también lo había hecho la oportunidad de volver a sentir, de volver a confiar, de volver a ser humano.




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