Canto de Dioses

Capítulo único

 

 

El río frente a él serpenteaba apasible, más adelante se interna en el bosque que rodea la pequeña ciudad en la que vive, el arrullo del agua corriendo por el cauce era el único sonido en ese momento, sus ojos miraban al cielo mientras sus manos sostenían un libro.

 

Había descubierto en la biblioteca de sus padres aquellos tomos polvorientos, la piel suave de la cubierta y las letras de oro lo cautivaron, con cuidado lo sustrajo de aquella colección, lo escondía y a solas lo leía mientras el firmamento pasaba del celeste al rosa, naranja y violeta antes de volverse azul oscuro.

 

La historia que contenía era el tabú más grande de aquella ciudad, más bien del mundo entero, era la historia de sus ancestros, de aquellos tiempos oscuros donde el caos y la desolación cubrían las tierras del norte, habían cuentos sobre ese tiempo, claro que los había pero no eran fieles a la realidad, quién querría escuchar sobre el momento en que todo cambio?

 

Los cuentos solo hablaban sobre "el hombre" que cambió la historia, el liberador, "el matadioses", nunca se mencionó su nombre real, nunca se contó a detalles como acabó con la desolación, jamás se dejó que nadie descubriera la verdad.

 

"Entonces, la tierra tembló, las llamas subieron como lenguas ávidas de encontrar algo que saborear, del centro mismo de ellas salieron ocho figuras, cuatro hombres y cuatro mujeres, su belleza era indescriptible y su piel tan blanca brillaba de manera encandilante, los habitantes de la ciudad miraban admirados a los recién llegados, el primero, quien parecía el líder supremo de todo era un hombre de belleza desconcertante, su cabello tan blanco como la espuma y sus ojos tan rojos como sangre fresca, en su rostro se dibujaba una sonrisa que hizo sentir temor a los mortales, ese día, Atharad cómo se llamaba esa ciudad fue sumida en la desolación más grande, pronto las frías garras del poder del "primero" se extendió a las ciudades vecina y antes de que alguien pudiese hacer algo para evitarlo todo el reino del norte estaba atrapado, 109 años de tristeza fueron los que siguieron, hasta que un día el matadioses…

 

—Blasty deberías volver ahora a casa, tú madre pregunta por ti, vamos anda, esconde eso y camina—la voz de Kirishima le sacó de su lectura, él solo asintió cerrando su libro y escondiéndolo en los pliegues de la capa que llevaba encima, miró por última vez el firmamento.

 

 

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La capa que colgaba de sus hombros se arrastraba tras él mientras avanzaba por el oscuro pasillo, sus manos se enlazaban a su espalda y sus ojos miraban sin ver.

 

Para ser un joven de apariencia de 17 años, su semblante era serio y la tristeza de la verdad pesaba en sus ojos, estaba atrapado en ese lugar, una fortaleza hecha de dolor y cadáveres, no era el único, siete personas en total se paseaban por el inmenso castillo, no podían salir de ahí, no podían morir, pero tampoco podían vivir.

 

Su deber estaba ahí adentro, cuidar que aquellos dioses que un día atormentaron a la humanidad se mantuvieran dormidos, nadie sabía que pasaría si despertaban, solo existían viejos cuentos escritos por los humanos que hablaban sobre lo ocurrido, y aunque no sabían la versión de los dioses encerrados y el por qué ni quien los creo a ellos, estaban destinados a permanecer ahí dentro.

 

De pronto una sacudida le hizo perder el paso, estiró la diestra para sostenerse del muro cercano y evitar caer, suspiro manteniendo su postura unos segundos a espera de otro movimiento, no pasó, eso era bueno de cierta forma. 

 

Dobló en la esquina más cercana cambiando así el rumbo de su caminata, llegó hasta unas escaleras que bajaban varios niveles, emprendió el descenso con lentitud pues tenía todo el tiempo del mundo para llegar a su nuevo destino.

 

Cuando llegó al final de la escalinata el frío le calo los huesos, la zona más baja de su cárcel era una cueva, los muros eran de piedra negra en la que se encontraban incrustadas piedras de color ámbar que irradiaban una luz amarilla, parecían contener rayos en su interior, con una pequeña mueca parecida a la sonrisa tocó una de las piedras—acalita— murmuró para si, amaba la belleza de esa luz que desprendían. 

 

Siguió su camino hasta llegar a la zona más profunda de la cueva, ahí estaba uno de sus hermanos, y el causante de aquel temblor, Drustter era el nombre de la criatura que ahí vivía, y a la cual su hermano había logrado domesticar después de años.

 

Tomura miraba a la criatura, era su pasatiempo, su mayor logró y su mejor amigo en aquellos muros llenos de soledad, sintió la presencia de su hermano ahí en la cueva, no se giro, ni le miró, sabía que Izuku también era consciente de que él lo había notado ya. 

 

—Ha estado muy violento últimamente—Tomura no necesito verlo para saber que estaba ahí.

 

—La comida está lista, Momo ha pedido que subas, no la obligues a bajar o se enojara mucho—su propia voz hacía eco en la caverna, Drustter se giró en su dirección y chasqueo las mandíbulas.

 

—¿Nuevamente esa cosa que asume es comida?—Resoplo el albino haciendo un mohín qué a Izuku le dio gracia. 

 

—No hay nada más que eso, al menos nos mantiene vivos, ahora sube—ordenó antes de girarse y andar por el mismo camino que cruzó minutos antes.

 

Mientras subía en búsqueda de su siguiente hermano, su mente divagó, quería saber cómo era el mundo más allá de las murallas del castillo, aunque de cierta forma lo sabía, pero no era lo mismo que mires algo a través de los sueños de los demás a qué lo veas con tus propios ojos.

 

—¿Izuku?—la suave voz de Ochaco su hermana lo sacó de sus pensamientos—¿Tomura está abajo nuevamente? 




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