Caos y Segundas Oportunidades

​Capítulo 1: El borde del abismo y un grito de auxilio

Valeria apretó el volante hasta que sus nudillos se pusieron blancos. En el asiento del copiloto, Mateo (16) miraba por la ventana con el ceño fruncido y los brazos cruzados, una estatua de desaprobación adolescente. En el asiento de atrás, Mía (12) intentaba maquillarse mientras el coche saltaba por los baches, lo que resultó en una línea de rímel negro atravesando su mejilla.

​—¡Mamá! ¡Mira lo que hiciste! ¡Parezco un panda atropellado! —gritó Mía, buscando desesperadamente una toallita en su bolso desordenado.

​—Mía, si no intentaras transformarte en una Kardashian en un coche en movimiento, no tendríamos este problema —sentenció Mateo con su voz grave, la de un viejo atrapado en el cuerpo de un joven—. Y mamá, vas a 80 en una zona de 60. Si nos detienen, no pienso pagar la fianza con mis ahorros.

Valeria suspiró, sintiendo que una migraña empezaba a martillear tras sus ojos.

​—Nadie va a ir a la cárcel, Mateo. Solo quiero llegar al acantilado para ver el atardecer antes de que tu padre me llame para recordarme que "olvidé" enviarle el cronograma de vacaciones. El hombre tiene una secretaria y aun así espera que yo sea su agenda personal.

​—Papá es un idiota, ya lo sabemos —dijo Mía, ahora peleando con un labial—. Pero este lugar es aburrido. ¿Por qué vinimos aquí?

​—Porque necesito silencio —respondió Valeria, aunque el silencio era un lujo que no conocía desde hace años.

​Estacionó el coche cerca del mirador "El Suspiro". Era un lugar hermoso, pero esa tarde el cielo estaba cargado de nubes grises que reflejaban exactamente cómo se sentía su vida después del divorcio: nublada, fría y con riesgo de tormenta eléctrica.

​—Quédense aquí. Cinco minutos. Si se matan entre ustedes, que sea en silencio —ordenó Valeria bajando del coche.

​Caminó hacia la barandilla de madera, buscando aire puro. Pero lo que vio no fue el paisaje. A unos cincuenta metros, fuera del área permitida, un hombre estaba de pie sobre una roca que sobresalía peligrosamente hacia el vacío.

​Se llamaba Adrián, aunque ella aún no lo sabía. Él vestía un abrigo oscuro que el viento sacudía con violencia. No miraba el paisaje; miraba el fondo, donde las olas rompían con furia contra las piedras. Adrián cerró los ojos. El mundo le pesaba demasiado. La decepción de un padre, Don Samuel, que nunca lo vio como era, el secreto que le quemaba las entrañas y esa soledad absoluta que ni siquiera la lealtad de sus pocos amigos lograba disipar.

​Dio un paso hacia el borde.

​—¡EH! ¡USTED! —el grito de Valeria rasgó el viento.

Adrián se sobresaltó, perdiendo el equilibrio por un segundo. Se giró, furioso. ¿Quién se atrevía a interrumpir su último acto de voluntad? Vio a una mujer con el pelo revuelto, un zapato de cada color (fruto de las prisas) y una expresión de pánico absoluto.

​—¡Bájese de ahí ahora mismo! —ordenó ella, caminando hacia él.

​—Váyase, señora. No es asunto suyo —respondió Adrián con una voz gélida, cargada de una amargura que habría hecho retroceder a cualquiera.

​—¿"Señora"? Escúchame bien, "señor amargado" —Valeria saltó la pequeña valla, ignorando que sus hijos la miraban desde el coche con la boca abierta—. Tengo un exmarido que me debe tres meses de pensión, una hija que cree que es una influencer de belleza y un hijo que se comporta como mi abuelo. Si crees que voy a dejar que te tires y me arruines el único momento de paz del día con un trauma de por vida, estás muy equivocado. ¡Bájate!

Adrián la miró con incredulidad.

​—¿Está intentando salvarme dándome un discurso sobre sus problemas domésticos?

​—Estoy intentando decirte que la vida es un asco para todos, pero al menos yo tengo el detalle de no salpicar a los demás con mi cadáver —Valeria se acercó más, extendiendo una mano—. Dame la mano. Ahora.

​En ese momento, Mateo bajó del coche y gritó:

​—¡Mamá! ¡Deja de molestar al señor, tiene cara de que muerde!

Adrián miró al chico, luego a la mujer desaliñada pero extrañamente vibrante que tenía delante. Por primera vez en meses, algo que no era dolor cruzó su mente: una absoluta confusión.

​—Tu hijo tiene razón —murmuró Adrián, aunque bajó un pie de la roca—. Muerdo.

​—Perfecto, me encantan los perros rabiosos —replicó Valeria, agarrándolo firmemente del brazo con una fuerza que él no esperaba—. Ahora, camina. Me vas a acompañar al coche y te vas a tomar un café frío que tengo en un termo, porque no pienso dejarte aquí solo hasta que me prometas que no vas a hacer una estupidez.

Adrián, el hombre que no le temía a la muerte, se encontró siendo arrastrado hacia un SUV lleno de envoltorios de comida rápida y adolescentes gritones por una mujer que parecía estar más al borde del colapso que él mismo.




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