Caos y Segundas Oportunidades

​Capítulo 2: El sabor del café frío y las verdades amargas

Adrián se dejó arrastrar, no porque Valeria tuviera una fuerza física superior, sino porque el absurdo de la situación le había desconectado los cables de la voluntad. Estaba sentado en el asiento trasero del SUV, rodeado de una mochila de gimnasio con olor a humedad, una bolsa de papas fritas a medio terminar y un silencio sepulcral que emanaba de Mateo, quien lo observaba por el retrovisor como si fuera un espécimen de laboratorio peligroso.

Valeria, al volante, buscaba desesperadamente el termo de café entre el desorden del suelo.

​—¡Ajá! Aquí está —exclamó, triunfante. Le extendió una taza de plástico a Adrián—. Tómatelo. Está frío, probablemente tiene demasiada azúcar y puede que un poco de arena, pero te aseguro que te traerá de vuelta a este mundo, te guste o no.

Adrián tomó la taza. Sus manos aún temblaban ligeramente, no de frío, sino por la adrenalina residual del "no salto". Miró el líquido oscuro. Su mente voló, inevitablemente, a la razón de su vacío.

​Hacía apenas dos meses, su vida parecía un anuncio de revista. Iba a casarse con Isabella, la mujer que creía el amor de su vida, y estaba a punto de ser nombrado socio en la firma de arquitectura de su padre. Todo se desmoronó en una sola noche, cuando descubrió que Isabella no solo lo engañaba, sino que el hombre con el que estaba era el mismo que le había proporcionado la información para estafar a la constructora de su familia. Pero el golpe final no fue la traición de ella. Fue descubrir, en una carpeta oculta en el despacho de su padre, que este lo sabía todo. Don Samuel había permitido la relación y la estafa para usarla como chantaje contra un competidor. Para su padre, Adrián no era un hijo; era un peón que se podía sacrificar en una jugada de negocios.

​Esa traición doble, el saber que las dos personas en las que más confiaba lo habían vendido por poder y dinero, fue lo que le vació el pecho.

​—¿Se va a quedar mirando el café o va a decir algo? —la voz chillona de Mía lo sacó de sus pensamientos—. Por cierto, soy Mía. El que te mira como si fueras un asesino serial es mi hermano Mateo. Y mi mamá es... bueno, ya la viste. Un desastre con patas.

Adrián dirigió su mirada gélida a la niña.

​—Me llamo Adrián. Y tu madre no es un desastre, es una imprudente. Casi se cae ella por intentar "salvarme".

​—Te salvé, punto final —sentenció Valeria, arrancando el motor—. Y ahora, como no pareces tener a nadie que te espere para cenar con esa cara de "el mundo me odia", nos vas a acompañar a por pizza. Mateo necesita calorías para seguir siendo un amargado y Mía necesita... bueno, dejar de hablar cinco minutos.

​—No voy a ir a cenar con ustedes —dijo Adrián, intentando abrir la puerta, pero Valeria ya había activado el cierre centralizado.

​—En este coche mando yo —dijo ella con una sonrisa desafiante—. Y después de evitar que te conviertas en comida para peces, me debes al menos una conversación donde no intentes suicidarte.

Mateo suspiró, acomodándose las gafas.

​—Mamá, esto es secuestro. Técnicamente, es un delito federal.

​—Cállate, Mateo. Es "caridad extrema" —respondió Valeria, aunque sus manos en el volante aún apretaban con fuerza. Ella también estaba asustada, pero su instinto de madre divorciada, acostumbrada a lidiar con desastres diarios, no le permitía dejar solo a ese hombre que desprendía una tristeza tan familiar para ella.

Adrián se hundió en el asiento. El olor a pizza barata y el caos de los gritos que empezaban a surgir entre los hermanos por la música de la radio eran un contraste violento con el silencio mortal que buscaba en el acantilado.

​—¿Por qué lo hizo? —preguntó Adrián de repente, su voz apenas un susurro sobre el ruido.

Valeria lo miró por el espejo. Su expresión se suavizó.

​—Porque hace un año, yo también estuve sentada en un lugar muy oscuro, Adrián. Mi marido me dejó por su secretaria de 22 años y se llevó hasta las cucharas de plata. Me sentí vieja, usada y vacía. Pero luego mi hijo me regañó por no lavar su uniforme de fútbol y mi hija me pidió ayuda con una trenza... y entendí que el vacío solo se llena si dejas que el ruido entre de nuevo.

Adrián no respondió, pero bebió un sorbo del café frío. Sabía a rayos, pero por primera vez en semanas, sintió algo ardiendo en su estómago. No era felicidad, era curiosidad. ¿Quién era esta mujer loca que creía que una pizza podía arreglar un alma rota?




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