Eran las tres de la mañana cuando Marcos entró por la ventana de la cocina, haciendo que Mateo casi lo noqueara con una sartén de hierro.
—¡Soy yo, no disparen! —susurró Marcos, con el aliento entrecortado—. Adrián, cometiste un error. El mensaje que recibiste en la pizzería... no fue un aviso de un amigo. Fue un cebo.
Adrián se levantó del sofá, alerta. Valeria bajó las escaleras en pijama, seguida por Mía, que grababa la escena con su teléfono en modo nocturno.
—“O sea, hola seguidores, son las 3 AM y un hombre acaba de entrar por la ventana. ¿Es un ladrón o el mejor amigo de mi nuevo padrastro? Sigan viendo” —susurró Mía a la cámara.
—¡Apaga eso, Mía! —siseó Valeria.
—Adrián, abriste el enlace del mensaje —dijo Marcos mostrando su propia tablet—. Al hacerlo, activaste un troyano. Han rastreado la señal de tu GPS hasta este radio de tres calles. Don Samuel sabe que estás aquí. Tienen menos de una hora antes de que este barrio esté lleno de "seguridad privada" buscando a un loco.
El pánico se apoderó de la sala, pero Mateo ya estaba anotando cosas en una libreta.
—Si vienen por el GPS, tenemos que crear una distracción electrónica —dijo el niño con una frialdad aterradora—. Mamá, necesitamos salir. Ahora.
—¿A dónde? —preguntó Valeria—. Los hoteles están descartados y tu apartamento es una trampa mortal.
—A la cabaña de la abuela —dijo Valeria, tomando una decisión—. Está en lo profundo de la Sierra, no hay ni señal de radio. Es el único lugar donde no pueden rastrear nada porque, literalmente, el tiempo se detuvo allí en 1984.
Mía soltó un grito de horror puro.
—¿Sin señal? ¡¿Me estás diciendo que voy a vivir un apocalipsis digital?! ¡Esto es abuso infantil! ¡Andrés, haz algo!
—Es nuestra única opción, Mía —dijo Adrián, poniéndose sus zapatos—. Marcos, toma mi teléfono. Súbete a tu coche y llévalo en dirección opuesta, hacia la costa. Déjalo en un camión de carga si puedes.
—Hecho —asintió Marcos—. Pero tengan cuidado. Hay un control policial saliendo de la ciudad. Tu padre ha movido influencias; dicen que eres peligroso para ti mismo y para los demás. Tu foto está en todas las patrullas.
Valeria miró a su alrededor: su casa, su paz, todo estaba en riesgo.
—Mateo, empaca comida. Mía, empaca... no sé, ropa que no brille tanto. Tenemos diez minutos.
—¡Un momento! —dijo Mía, deteniéndose en medio de la sala—. Si vamos a pasar por un control policial, Adrián no puede ir así. ¡Parece un modelo de comercial de relojes caros! ¡Necesita un glow-down urgente! Mamá, trae las tijeras y esa ropa horrible que le ibas a donar a la iglesia. ¡Es hora de un cambio de imagen extremo!
—No hay tiempo para peluquería, Mía —protestó Adrián.
—¡Es esto o la cárcel, Cuchurrumín! —sentenció Mía, usando el apodo que se le acababa de ocurrir—. ¡Mateo, busca el pegamento de pestañas de mi cuarto, vamos a taparle ese tatuaje de la muñeca!
Mientras el vecindario dormía, la cocina de Valeria se convirtió en un cuartel de guerra. Adrián se dejó transformar por las manos expertas de una niña de 13 años y las instrucciones logísticas de un niño de 10. Valeria, mientras tanto, cargaba el coche con la sensación de que su vida nunca volvería a ser la misma.
—Si salimos vivos de esta —murmuró Adrián mientras Mía le cortaba un mechón de pelo sin piedad—, te juro que te diseñaré la mejor casa del mundo.
—Primero diseñemos cómo salir de esta ciudad sin que nos disparen, arquitecto —respondió Valeria, cerrando la puerta con llave.