Caos y Segundas Oportunidades

​Capítulo 8: La cabaña de los secretos y el "apagón" digital

El SUV de Valeria subió por el camino de tierra dando tumbos, mientras las ramas de los pinos arañaban los cristales. La cabaña de la abuela, una estructura de madera oscura y piedra que parecía sacada de un cuento de terror (según Mía) o de un manual de supervivencia (según Mateo), apareció entre la niebla.

​—¡Llegamos! El lugar donde muere el WiFi y nacen las pesadillas —anunció Mía, bajando del coche mientras buscaba señal desesperadamente—. ¡Cero barras! ¡Mamá, estoy en un desierto digital! ¿Cómo se supone que viva así? ¿Leyendo libros? ¿Hablando con ustedes? ¡Es inhumano!

​—Se llama "desintoxicación", Mía —dijo Mateo, cargando una caja de latas de conserva con la eficiencia de un hormiguero—. Además, así no podrás subir nuestra ubicación por accidente.

Adrián bajó del coche, todavía con el gloss de los labios reseco y la ropa vieja. Miró la cabaña con ojos de arquitecto. Estaba descuidada, pero era sólida. Sin embargo, algo lo puso en alerta. Unas huellas de neumáticos frescas se perdían detrás del granizo acumulado cerca del porche.

​—Valeria, espera —dijo Adrián, deteniéndola antes de que pusiera la llave en la cerradura—. Alguien ha estado aquí.

Valeria palideció.

—Es imposible, nadie tiene llave excepto yo y mi tía abuela, y ella está en un crucero por el Caribe.

Adrián tomó un tronco pesado de la leñera y empujó la puerta, que estaba entornada. El interior olía a leña quemada y a algo metálico. En la chimenea todavía quedaban brasas calientes.

​De las sombras del rincón salió una figura alta y delgada. Mía estuvo a punto de soltar un grito para sus seguidores inexistentes, pero se quedó muda al ver quién era.

​—¿Papá? —soltó Mateo, bajando el botiquín.

​Era Ricardo, el exmarido de Valeria. Pero no era el hombre fanfarrón de la mañana. Tenía el labio partido y la camisa desgarrada. Estaba temblando.

​—¿Qué haces aquí, Ricardo? —rugió Valeria, pasando de la sorpresa a la furia—. ¡Este es mi lugar seguro!

​—Me siguieron, Valeria —sollozó Ricardo, mirando a Adrián con puro terror—. Esos tipos de la mañana... me interceptaron al salir de tu casa. Sabían que yo sabía dónde estaba esta cabaña. Me golpearon hasta que les di la dirección.

Adrián sintió que el mundo se detenía.

—¿Vienen hacia aquí? —preguntó, agarrando a Ricardo por la solapa—. ¿Cuánto tiempo te llevan de ventaja?

​—No lo sé... —balbuceó Ricardo—. Me soltaron hace una hora para que viniera a "avisarles" que no hay escapatoria. Dicen que Don Samuel solo quiere hablar contigo, Adrián.

​—¡Hablar con una pistola en la mano, querrá decir! —exclamó Mía, que por primera vez parecía genuinamente asustada—. ¡Esto no es un video de broma, mamá! ¡Ese coche negro está subiendo la colina!

​A lo lejos, a través de la densa niebla de la montaña, dos luces blancas empezaron a serpentear por el camino de acceso. El coche negro de Don Samuel no se había rendido. Habían usado al eslabón más débil, Ricardo, para localizarlos.

​—Mateo, cierra todas las ventanas —ordenó Adrián, recuperando su voz de mando—. Mía, busca todas las linternas. Valeria, necesito que confíes en mí. No voy a dejar que les pase nada.

​—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Valeria, tomando un cuchillo de cocina mientras miraba a su exmarido con desprecio y a Adrián con esperanza.

Adrián miró el viejo sótano de la cabaña, una trampilla oculta bajo la alfombra que solo los arquitectos notarían por la irregularidad del suelo.

—Vamos a jugar al escondite —dijo Adrián con una mirada oscura—. Pero esta vez, las reglas las pongo yo.

​En ese momento, el motor del coche negro se detuvo justo frente a la cabaña. El silencio que siguió fue más aterrador que cualquier grito de Mía.




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