El viaje en tren podría haber sido realmente hermoso si no fuera que debo hacerlo con todos mis sueños estrujados.
Observo por la ventanilla los amplios campos verdes, pasamos de la ciudad, los castillos y descubro que el espacio se vuelve tan bello que quizá mamá tenía razón en el punto de que la familia de sus patrones vive en un lugar que me resultaría inspirador. Mientras andamos, tengo la opción de viajar simplemente con el corazón roto, pensando en todo lo que nunca sucedió y probablemente no sucederá, o bien, de ponerme a escribir. He cargado en mi maleta algunos de mis libros favoritos, con textos que he encontrado en tiendas de rebajas e ido acumulando con el tiempo, pero soy consciente de que allá el señor y la señora Miller han de tener una magnífica biblioteca que me muero por conocer. La gente rica tiende a empotrar muebles de biblioteca alrededor de bonitas chimeneas. O, al menos, eso es lo que dicen los libros que a mí me gusta leer sobre historias de amor y drama en relación al poder, al dinero y la vida de ensueño que nunca podré corresponder. Esto apenas será una obligación laboral que se podría terminar en cualquier momento y no mi expectativa de forjar un proyecto a largo plazo como el de estudiar para ser escritora en una universidad de prestigio.
Seguimos el trayecto mientras mis apuntes se mantiene en escritura a mano. Antes, cuando iba a la escuela, solía escribir en las máquinas de la biblioteca y trabajar en nube, pero esa realidad no me acompaña desde el momento de mi graduación. Creí que podría sostener la práctica en un contexto de educación superior, sin embargo, ya he aprendido a encontrarle su encanto a escribir a mano.
Y puede que suene anticuada, pero lo cierto es que muero por tener una máquina de escribir. Una en la que me puede sentar detrás, inspirarme con hermosas estanterías de libros alrededor, verterme una taza de té o de café y saber que estoy en casa.
Porque donde estén los libros y la escritura está mi hogar.
Dicen que hogar es donde está el amor y la familia. Yo me llevo mi hogar en la maleta. Jamás consideré un hogar al apartamento viejo que renté por una temporada hasta intentar que me acepten en alguna postulación. Me he marchado con mis cosas y aún le adeudo este mes en curso de renta, posiblemente mamá se encargue luego de hacerle llegar el dinero.
¿En qué clase de mundo quisiera vivir? Es lo que me pregunto cada que empiezo con un nuevo capítulo de la novela que escribo en mis cuadernos. Se está poniendo un poco extensa ya que he llenado dos cuadernos completos con palabras y voy por el tercero. A final de cuentas, solo lo hago como una novata, sin tener la técnica que requiere la labor como lo hacen los profesionales a los que me gusta leer. No tengo manera de saber si mi novela es buena o es pésima, pero yo la sigo escribiendo porque escribir me salva, es una vía de escape hacia una realidad que yo deseo construir.
El tren sigue su curso y mis manos siguen con lo suyo hasta que detecto que se anuncia la llegada a la estación de Sussex. Al pasar por el aeropuerto de Gatwick pienso en mi escritor favorito cuando publicó una foto a punto de abordar un avión en este lugar, camino a Madrid, viniendo desde Buenos Aires. Esa es la vida que tienen los escritores, van de un lugar en otro cumpliendo sus sueños y viendo de qué manera hacen realidad la de aquellas personas que les leen. Estoy convencida de que pocas cosas son tan bellas como la labor de la escritura y hacer de eso un trabajo, es una bendición.
Ya en destino, observo por la ventanilla en busca de mi madre, pero el montón de personas que yacen esperando a los que venimos en los vagones no me deja encontrar mi cometido. Simplemente me hago de mis cosas, me pongo de pie y salgo. No obstante, un hombre con un cartel en la mano rezando mi nombre ("LUCYNDA" mal escrito, porque va con "i") se acerca y me advierte:
—¿Señorita?
—¡Oh!
—¿Lucinda?—pregunta.
—Sí...soy yo.
El hombre viste de camisa, tiene un bigote al estilo francés y lleva pantalones caquis con zapatos lustrados, lo cual le otorga toda la pinta de ser un auténtico caballero inglés de los que manejan los coches caros de otros.
—Mi nombre es Philippe. Soy el chofer de la familia Miller. El señor Edward me ha enviado en busca de usted para ir hasta la hacienda.
—G...gracias—le digo, sorprendida—. No se tendría que haber molestado, no está tan lejos de aquí.
—La hacienda cuenta con muchas hectáreas que no le harían llegar en horario, además que el calor la dejaría exhausta. ¿Permiso?
Me quita la maleta de la mano y, con la otra, sostengo mi morral con algunas de mis cosas esenciales y mi último cuaderno escrito.
Él sale y acarrea mis cosas.
Voy tras él hasta que llegamos al bonito coche que nos aguarda en el aparcamiento de la estación. Carga en el maletero mi maleta y me indica subir en el asiento de atrás al abrirme la puerta.
Me siento una auténtica privilegiada andando en este coche, tendría que, al menos, haberme puesto algo más bonito que este vestido andrajoso con el que prioricé únicamente la oportunidad de viajar y la comodidad del momento.
Una vez que se echa a andar, siento que la gente alrededor contempla el coche y a la dama que viene en la parte de atrás como si fuese parte de la familia a la que pertenece todo este lujo.
Pues...no es el caso.
Pero sí me siento feliz de andar encima y de que un hombre tan educado me lleve como lo es Philippe.
—Di...disculpe, ¿el señor Miller le ha pedido en persona que venga a buscarme?—le pregunto, asombrada.
—Así es, señorita. Usted será la dama que acompañe a la señora Miller.
—Ya... Comprendo.
—¿Sabe usted de sus labores y sobre el estado de salud de Thamara Miller?
—Thamara, esposa de Edward, ¿verdad?
—Así es. La señora Miller, madre de Edward se llama Jacinta y también vive en la casa al igual que su marido, John Miller.