Capataz

4 || AMOR INCONDICIONAL

Se ha quedado durante una hora al menos a mi lado viendo cómo el pequeño sigue quejándose y le doy un biberón hasta que se queda dormido y se lo retiro hasta que ha quedado satisfecho. Una vez que me pongo de pie, lo devuelvo a la cuna y puedo sentir el peso de la mirada de mi capataz quien ha quedado anonadado por lo que acaba de suceder, como si rara vez se hubiese tomado el tiempo de ver por tanto tiempo a su hijo.

No es que diga que sea un mal padre, se es simplemente el padre que se puede llegar a ser y no tengo dudas de que él tiene todo el potencial para crecer y mucho con su labor paternal, simplemente la tarea le ha pillado desprevenido y con muchas ocupaciones, tantas que parece muy complejo el salir adelante cuando tienes que ocuparte del negocio familiar, del estado crítico de salud de tu esposa y, como si fuera poco, de que tienes un bebé recién nacido que requiere de una madre que no puede encargarse por lo pronto de su bienestar a raíz de una salud que no le deja y el contratar a una nodriza que se encargue tanto de su salud como de su alimentación, no es algo que colabore al estrés del pequeño.

—¿Cómo hiciste eso?—me pregunta, estupefacto.

Quisiera decirle "usted sabe cómo amasar una gran fortuna, pero no sabe cómo hacer dormir a su propio hijo", pero quedaría pedante y no desde la ternura que me despierta esa noble criatura que descansa en su lugar.

—Señor, hay cosas que merecemos ir aprendiendo todos los días. No siempre los niños eligen a la misma persona, lo cual no quiere decir que un día porque no le elija, le deje de querer.

—Hablaré con Nahir, algo ha de estar haciendo mal para que mi hijo no elija que ella le dé de mamar.

—No, no, no—le detengo, antes de que piense y haga locuras—. El asunto no es ese, sino que ella hace bien su trabajo, pero puede que esté agotada.

—Su única labor es que mi hijo esté bien.

—¿No le parece ya demasiada labor? Mire lo hermoso que es—señalo a la criatura de mejillas regordetas y manitos extendidas a hacia los costados que descansa sobre el diminuto colchón—. No quiero sonar cruel o que parezca estarle juzgando sus pareceres, señor, pero Benjamin es demasiado bello y exigente como para que una sola persona se haga cargo, además de que—le doy un par de vueltas hasta que detecto el nombre de la nodriza—, Nahir puede que esté preparada para cuidar de un niño, pero no de dos. Imagino que por eso tiene leche para amamantar.

—No—su rostro se pone rígido—. Nahir perdió a su hijo por un accidente estando ya con un embarazo avanzado. No la expondría con una criatura sabiendo que otra ya depende de sus cuidados.

—¡Oh! Lo siento tanto—. Pienso en ella y en el dolor inmenso que ha de significar eso, sumada la frustración de no poder sentirse correspondida con el bebé de otra mujer.

—Descuida, solo no menciones el asunto—me baja pauta—. Creo que ya es momento de que vayamos a ver a Thammy.

"Thammy". Entonces así es como le dice a su esposa. Me resulta extraño escucharle usar esa expresión de cariño con ella, considerando que parece ser un tipo de piedra, pero se ablanda de tanto en tanto, casi por accidente.

—Vamos—adhiere.

Nos retiramos, dejando la puerta entrecerrada del cuarto del pequeño Benjamin. Seguimos el camino mientras él me explica:

—Por acá, por favor.

Una vez que damos con el espacio indicado, detecto que no ha de tratarse de la mejor habitación de toda la casa sino que se trata más bien de una de hospital con una bonita vista hacia los jardines amplios al igual que un balcón pequeño, pero que tiene salida directa hacia el montacargas que baja hasta la planta inferior.

Llego a la conclusión que esto ha de deberse porque necesita cuidar de su salud y lo mejor es llevar con cautela la situación sin dejar al frente de la casa el agregado que muestra de manera que no acompaña la estética del espacio el hecho de que hay una persona que necesita de esto.

Por supuesto que me llama la atención verla a ella.

Es tan joven... Apenas, quizás, unos ocho o nueve años más que yo, pero parece ser que un montón de años se le han venido encima. Pálida, con el pelo color ceniza demacrado, los pómulos demasiado saltones y la quijada afilada. Dios santo, pobre mujer. Pero aún así hay algo radiante en su mirada, más allá del suero conectado a su brazo, del camisón largo color blanco y de su voz cansina que me dice:

—Hey...hola... Tú debes ser la mujer que me ha dado el peor susto de mi vida...¿verdad?

¡OH! Me deja asombrada su acusación, pero dolida a partes iguales. No, no, no, yo nunca haría algo así, mucho menos a una persona enferma, por todos los cielos.

—Di...di...disculpe—le contesto, con torpeza—. Yo...no sé de qué habla.

—Tranquila—sentencia—. Me refiero a mi hijo. Benjamin. Dejó de llorar y de gritar de golpe hasta que tuve que pedir que alguien viniera a explicarme lo que estaba sucediendo.

Tiene junto a su mano un par de botones que, supongo, son para llamados de emergencia, además de contar con un móvil a su lado en una mesita de noche junto a la cama donde yace un manojo de remedios, agua tratada y un calendario con horarios al igual que ampollas para inyecciones. Por todos los cielos, lo que ha de estar pasando esta mujer en tratamientos médicos ha de ser una auténtica tortura.

—Ah, sí—le digo—. Tenía hambre... Comió y se durmió.

Edward se arrodilla junto a la cama y toma una mano de su mujer. La mira con una sonrisa que le deja la mirada como un reflector de la luz que emite al decirle con una alegría que me resulta aniñada y atípica en un hombre como él:

—No sabes lo hermoso que es nuestro bebé... Dio dos eructitos mientras se estaba por quedar dormido. Parecía luchar contra su voracidad para seguir tomando leche o si ceder al sueño y terminó cayendo dormido. Es un glotón.

Ella vuelve el gesto a Edward y lo observa con cierta extrañeza, lo cual detecto que ha de ser un código entre ellos.




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