Capataz

8 || EL TENIENTE

Querido Teniente Juárez:

No quiero que considere inoportuna ni desconsiderada mi osadía de atreverme a escribirle esta carta, es sólo que no encuentro de qué otra manera manifestarle mi preocupación. Más ahora que usted debe marcharse en busca de concretar su misión, sabiendo que luego de lo que sucedió con su pequeña, tiene el corazón en ruinas.

Sepa que esta habitación ha quedado plagada de su presencia. Aún puedo entrar y ver en la oscuridad su silueta recortándose entre las sombras como si aguardase por mí junto a la cama o como si a veces los sentidos me jugasen una treta y me insinuaran que está usted enredado bajo las frazadas, aún sabiendo que no hay noche fría que a usted le valga porque siempre su cuerpo exuda calor.

No pretendo que le parezca impertinente, pero es probable que mis palabras puedan saberle a reclamo, pero me no me hace del todo bien esta situación, saber que no le puedo tener, que usted ha de volver con su familia que ha quedado rota y atravesada por una de las heridas que más puede doler en el mundo entero y que aún yo quedo rota por el cariño que tenía a su pequeña y porque no puedo ser los brazos que a usted le contengan.

Querido Teniente Juárez, sepa usted que nunca se puede superar aún al dolor más grande del mundo, pero que existen otras oportunidades y personas que aguarden por usted con los brazos abiertos...

 

 

"¡Date la vuelta de una vez, Lucinda!" Mi conciencia moral me reprende y caigo demasiado tarde en que no puedo seguir aquí mirando el cuerpo del capataz expuesto ante mis ojos.

Procedo con mirar en la dirección contraria y me disculpo:

—¡Señor! ¡Lo siento, lo siento mucho!

—¡Qué haces aquí, Lucinda!

—¡Yo...solo venía a pedirle leche!

—¿Qué?

La garganta se me hace un nudo cuando caigo en la cuenta de lo que le he dicho y tropiezan en mis boca los intentos de explicación:

—¡Digo que...falta leche! ¡Y usted tiene! O sea...

—Ya. Tranquila. Puedes darte la vuelta.

Al volverme, descubro que se ha puesto un pantalón corto que está empapado, es diminuto, deja verle las piernas desde los muslos hasta todo lo demás. Tiene muy definido el porte físico y la boca se me hace agua de saber que he podido admirar lo que hace a su hombría hecha carne.

—Yo...yo...

—¿Sí?

—Señor, lo lamento, en verdad.

Aún hay gotas que corren por su cuerpo y chorrea su cabello empapado. Descubro que hay una fuente en el establo y que algunos de los caballos están mojados, ¿los estuvo lavando? Me parece que sí.

—¿Está usted bien?—le pregunto, tratando de desviar el asunto hacia lo importante. Cuando me habla, aprovecho para husmear la prominente división muscular de sus abdominales, los pectorales tonificados y sus hombros perfectamente divididos, listos para ser expuestos en una clase de anatomía o para concursar en fisicoculturismo. Advierto que el trabajo arduo en el campo signado por el rol que su padre, en tanto propietario de la hacienda, le ha atribuido, es lo que le da una apariencia física tan...monstruosamente bella. Su porte me resulta más que especial y atractivo.

—Estoy bien—corresponde—. Linda se puso un poco molesta en el intento de darle un baño, estuvo corriendo por el lodo.

Se acerca a una yegua que está un poco mojada, pero aún tiene lodo en las patas.

—¿Le tiró a la fuente?

—Así es. Soy un idiota.

—Oh. Linda tiene su carácter—digo, mientras me acerco al animal y contemplo mi propio reflejo en su ojo izquierdo—. Además de ser hermosa. Se la ve tranquila.

—Luego de arrojarme a mí al agua, claro, se quedó tranquila.

Sonrío. Pero me acomodo rápidamente para que no parezca que me resulta divertido saber que una yegua lo arrojó al agua, aún con su porte macizo de hombre gigantezco. De hecho, me resulta un poquitín divertida la situación.

—Me alegra que esté bien—le comento.

—Gracias. Ahora puedes decirme qué ha sucedido.

Se acomoda al otro lado de la cabeza de Linda y descubro la enorme diferencia en porte muscular y en altura que hay entre los dos. Él de estar superando el metro noventa, lo cual significan, ¡casi treinta centímetros más que yo! Podría romperme un hueso con solo un empujoncito y ya me dejaría en el hospital. Podría romperme entera.

—Yo...me alegro se encuentre bien.

—¿Cómo era eso de la leche?

Sus ojos se fijan en los míos y me ahogo en el intento de tragar saliva para liberar el nudo en mi garganta. La aclaro y le digo:

—Yo...solo venía a avisarle que hace falta leche.

—¿En la casa?

—Para Benjamin.

—Oh, caray. Es verdad, tenía que enviar a alguien hasta la farmacia.

—Yo puedo ir, si gusta, señor.

—¿No deberías estar con Thamara?

—Se encuentra en el estudio médico de rutina y, al parecer, tendrán demora.

—¿Tham te pidió que te alejaras?

—Solo darles privacidad.

Él asiente y se carga su camiseta mojada al hombro. Acto seguido va hasta una mochila a un costado, saca una llave de una motocicleta y me la pasa:

—¿Sabes conducir?

—¡¿Q...qué?! ¡No!

—¿Entonces cómo irás en busca de la leche? La mayor parte de los comercios están a unos cinco kilómetros de acá, pasando las hectáreas de la hacienda, en primera instancia.

Oh, cielos. Es verdad.

—Pero puedes venir conmigo—advierte—. Debes conocer dónde quedan los lugares.

—¿Q...qué?

Él levanta una ceja y clava sus penetrantes ojos grises en los míos cuando me habla y no puedo evitar pensar en el Teniente Juárez cuando se impone con toda su virilidad. De regreso a la realidad, el hombre que tengo al frente me dice con la voz ronca y con cierto deje de complicidad:

—¿No querías que te dé la leche? Tienes que venir conmigo para buscarla.

 

 




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